viernes, 4 de diciembre de 2009

EL CUADRO MÁS BELLO DEL MUNDO


Por Elizandro Arenas

EL SUEÑO
Había una vez un pintor, un joven pintor que tenía sueños de grandeza.
Y es que, habiendo nacido en cuna de oro, de una familia muy bien acomodada, tenía todo lo que en la vida se puede desear: la mejor educación, todos los lujos imaginables, autos deportivos, joyas, la más fina ropa y una familia que lo adoraba… ¿qué más podía pedir?
Sin embargo, el joven pintor quería ser famoso, quería ser reconocido, quería ser el mejor pintor del mundo entero, así que habló con su padre sobre eso.
Cuando tuvo oportunidad le dio a conocer su inquietud; entró en su estancia de trabajo, que estaba ubicada en la parte más alta de su residencia, abrió las gigantescas puertas labradas en caoba con aplicaciones en oro y lo vio sentado en su gran escritorio, cuya superficie era tan brillante como la de un espejo.
El día en el que su padre, que era calvo, ya algo mayor, bien parecido y de una expresión de enojo constante, lo escuchó, no se quedó muy contento, pues nunca imaginó que su hijo mayor se inclinaría por el arte, sin embargo, accedió de buena gana a las súplicas del muchacho, ya que sabía que quien persigue sus sueños es quien alcanza el triunfo.
Así, contrató a los mejores maestros de la ciudad para que enseñaran a su hijo a pintar.
A la casa llegaron decenas de lienzos, todo tipo de pinturas de acrílico, óleo, acuarela… con las que el muchacho empezó a dar vida a sus más locas ideas, tenía talento, sin duda, decían sus maestros, y lo dejaban hacer y deshacer con el pincel, la espátula y el pastel.
El muchacho pronto se convirtió en un hombre, y a la vez, un reconocido pintor que vendía sus cuadros a muy buen precio… sin embargo, había un nuevo sueño que quería conquistar: deseaba realizar la obra pictórica más bella de todas, hacer una pintura que hasta el mismo Miguel Ángel, si vivera, se maravillaría con sólo verla.
Se encerró en su estudio y trabajó día y noche en su obra, pensaba en los niños, y añadía alegres tonos amarillos, el rojo intenso, para agradar a las damas como las rosas y el carmín, tonos en ocre y cafés intensos, serían del gusto de los caballeros.
Pensando en poner algo que agradase a cada uno de los seres del planeta, logró una amalgama de colores y formas en un gigantesco lienzo, y lo colgó en su estudio.
Anunció a la comunidad intelectual que expondría su obra maestra y esperó con ansias a que llegase el momento de presentarla ante los ojos de amigos y conocidos, conocedores y críticos, pues estaba seguro de que todo el mundo quedaría encantado.
Llegado el momento develó la pintura, y todos, al verla, lanzaron un ¡oh!, de aprobación, un aplauso generalizado dejó al artista satisfecho, y cada que alguien se acercaba a él, era para hablar maravillas de su creación.
Sin embargo, el pintor no quedó conforme, así que se fue a su habitación, se colocó un bigote, sombrero y una barba postiza y nuevamente salió a la galería, para que los asistentes al evento no lo reconocieran.
Ahí se pudo dar cuenta de la verdadera opinión de la gente: “es bonito… pero sólo eso”, decían algunos, “le falta un no sé qué, algo especial… es una pintura abstracta como todas”, decían otros.
Triste ante su fracaso, no volvió a la galería, los invitados, al ver que el creador de la obra ya no regresaba, poco a poco se fueron retirando, no sin comentar sobre la falta de tacto de su anfitrión, que los había abandonado a mitad del evento.

EL CONOCIMIENTO
Durante meses estuvo encerrado en su estudio, sin ver a nadie, por fin, cuando se le iluminó la mente, decidió partir a conocer el mundo, quería visitar todos los países, todas las culturas, y así tener una idea de lo que era el gusto de la gente del mundo, estudió cada país, sus costumbres, sus aficiones, sus tradiciones y su magia, en cada uno aprendió algo nuevo, hermoso y diferente: adagios, anécdotas, historias, fantasías, todo estaba en su mente ahora.
De nueva cuenta, con más energías que nunca, tomó sus pinceles y empezó a trabajar, eran días y noches en las que dedicaba todos sus esfuerzos a crear lo que, estaba seguro, sería para todos el cuadro más hermoso del mundo.
Cuando lo terminó, dio nuevamente aviso a todas sus amistades, el círculo más selecto de artistas estaría en su galería para admirar su nueva pintura.
Sin embargo, en esta ocasión, la gente fue un poco más escéptica, y la asistencia no fue tan copiosa como la última vez.
Esta vez no necesitó de su disfraz; bastaba con ver en la mirada de sus conocidos cómo elogiaban su trabajo sólo para no hacerlo sentir mal.
En los ojos de sus críticos no veía esa chispa de fascinación y emoción que surge cuando una obra de arte los ha cautivado.
Algunos le comentaron que estaba muy bien, pero que algo faltaba en la técnica.

LA TÉCNICA
¡La técnica! Se dijo, y esta vez fue más inteligente y cauto que en la muestra anterior, despidió amablemente a todos, y al momento de cerrar su puerta, rompió el cuadro en mil pedazos.
Ni siquiera recogió los cachitos de lienzo desparramados por el suelo, hizo sus maletas pensando sólo en una cosa, trabajar arduamente para mejorar su técnica.
Viajó a París, la Ciudad de las Luces, ahí rentó un cuartito en un barrio tranquilo y se dedicó durante meses a buscar a los más grandes maestros del arte, pues quería aprender todo sobre la técnica que cada uno usaba para convertir el lienzo y el óleo en verdaderas obras de arte.
Estudió con los mejores durante tres largos años, sobre los efectos de la luz, las formas y hasta los sonidos, sensaciones y sabores, para reflejarlos en sus pinturas.
Por fin sus maestros aplaudieron la perfección de sus pinceladas. Esta vez no podía fallar, todos quedarían encantados ante tan maravilloso trabajo, traía una idea fenomenal, en la que mezclaría el día y la noche, en agua y el aire, el frío y el calor, la tristeza y la alegría.
Planeó su nueva obra de arte, trazó con carboncillo y tiza, luego, capa tras capa, fue añadiendo el óleo a su nuevo cuadro.
Casi no comía, mientras pintaba trataba de adentrarse en la mente de los demás, descubrir qué sería aquello que los maravillaría, pensó en toda la gente que conoció en su viaje, y fue minucioso en su técnica, cada chispa de pintura debía de estar en el lugar en el color y la proporción perfecta.

Visiblemente delgado, sin afeitar y bastante demacrado, tras cuatro meses de intenso trabajo, dio las últimas pinceladas a lo que esta vez sí sería la maravilla para cuantos ojos se posaran en ella.
Todos los ingredientes estaban sobre la tela, esperando a ser descubiertos y disfrutados por quienes se preciaban de conocer de arte.
Cuando abrió su galería, y con el estómago hecho nudos, esperó a que llegaran sus críticos, sabía, pues, que la tercera era la vencida, y que en esta ocasión sería aclamado por todos.
Pero… nadie llegó, ni uno solo de quienes él consideraba sus amigos, ningún político de esposa encopetada, ningún artista de pelo largo y harapos, ningún joven estudiante ávido de relacionarse en el ambiente, ¡nadie!
Triste y confundido salió de su estudio, estaba dispuesto a hacerse de una botella de vino y vagar por ahí toda la noche, derrotado, triste, y sin ningún objetivo.

EL OTRO CUADRO
Al salir a la calle, exactamente frente a su estudio, pudo ver que al cruzar la acera, había un local repleto de gente, tanta que ni siquiera cabían todos en el interior del lugar, sino que tenían que amontonarse por fuera de la puerta, buscando la oportunidad de colarse.
¿De qué se trataba aquello? Se dijo, y se dirigió al lugar.
Entró a empujones y por fin pudo ver lo que había en el interior, era una galería de arte, como la suya, y al centro de ésta, había un cuadro colgado del techo, ¡una pintura tan hermosa!, que durante minutos se quedó extasiado viéndola, olvidando por completo sus penas.
Los pincelazos eran delicados y sublimes, tanto que no se percibían a simple vista, los colores eran todos nuevos, no había alguno así como el verde, rosa, o rojo, sino tonos inventados entre verde y naranja, blancos matizados, y hasta negros con texturas y acentos en violeta… cada línea encajaba con la otra, era el reflejo de un espíritu lleno de paz y armonía, plasmado sobre la tela.
“Esto es lo que yo siempre quise hacer, ¡qué cuadro más hermoso!”, se dijo, y siguió mirándolo sin pronunciar palabra y con la boca abierta, la gente hablaba maravillas del artista, al que no tuvo oportunidad de conocer.
Cuando salió de ahí se dio cuenta de que, a pesar de todos sus intentos, jamás había logrado lo que su colega de enfrente, llegar al corazón y al gusto de todos los espectadores.
Llegó a su galería y vio su cuadro, se sintió derrotado, abatido, e insignificante ante el talento de su ahora rival.
Tomó una navaja de diseño y empezó a trozar la tela de su última pintura con tanto odio y desesperación, que junto con un grito que brotó desde su pecho herido, surgieron también lágrimas de sus ojos, mientras hacía pedazos su pintura.
Una nueva idea se apoderó de su mente, y poseído por la envidia cruzó otra vez la calle y entró en la galería de enfrente, se escondió detrás de un bastidor que había sido montado para la muestra y ahí esperó en silencio, con respiración entrecortada hasta que se fue la última persona y oyó que cerraron la puerta.
Con la navaja que aún llevaba en la mano, empezó a destrozar la bella pintura que momentos antes lo había maravillado, sentía que si la gloria no había sido de él, que tanto había luchado, no sería de nadie.
Cuando se disipó su enojo, casi sin fuerzas se dirigió a la puerta, de una patada venció la chapa y salió del lugar, nuevamente se fue a su estudio y se acurrucó en el centro de su galería, frente a su pintura deshecha, y ahí, sobre el suelo frío, se quedó dormido.
Ruidos de sirenas y una gran algarabía en la calle lo despertaron.
Frente a la galería del vecino, había cerca de cinco patrullas que verificaban cómo había ocurrido el allanamiento, no faltaba nada, decían, sólo la pintura había sido totalmente destrozada.

EL SECRETO
Cuando recordó lo sucedido la noche anterior se puso de pie y cruzó la callejuela de adoquines caminando directo hacia el cuadro de su colega, aún hecho pedazos.
-¡Pero qué gran desgracia-, dijo en voz baja, -¡esto no puede estar pasando!-
A su lado estaba parado un hombre pelirrojo algo regordete de unos 60 años, con un pantalón de algodón y una gayabera blanca; con una facha de lo más ordinaria.
El hombre también contemplaba el crimen, por unos momentos miró al pintor y se dio cuenta de que tenía una cara de angustia imposible de ocultar, por lo que le preguntó.
-¿Qué le sucede, hombre?
-Esto es algo que a usted no le puedo explicar, pero cuando el autor de esta bellísima obra vea lo que ha pasado con ella, ¡se morirá de rabia y de pena!, tal vez usted no vio la pintura antes de ser destruida, por eso no sabe de lo que le hablo.
-Señor, no se aflija tanto… le diré algo: yo soy el autor, y si le sirve de consuelo, puedo realizar pinturas como ésta cuantas veces quiera, seguro mañana me surgirá algo de la mente y me pondré a trabajar en otra, y en un par de semanas, o días tal vez, la habré terminado.
El pintor, perdiendo totalmente la compostura, empezó a llorar y se arrodilló ante él.
-¡Perdóneme, yo he sido el autor de semejante crimen, yo, que poseído por la envidia he venido a destruir la pintura que ha opacado completamente mi más bella obra.
Le confieso que como artista he pasado mi vida buscando el secreto para lograr una creación como ésta, he viajado hasta los más lejanos y exóticos países, he estudiado con los mejores maestros, y no he logrado hacer una pintura tan bella.
No lo resistí al ver su pintura, le ruego que me entregue a la policía, soy culpable.
El otro hombre, que había logrado encontrar la paz interior, siguió viéndolo con una gran tranquilidad en el rostro, y con tono de compasión le dijo:
-Mi estimado colega, yo no pretendo que mis pinturas les gusten a todos, porque sé que eso es algo que jamás conseguiré, ese es el más grande error que usted pudo haber cometido.
-¿Entonces?-, le dijo el joven pintor, aún arrodillado y con la cara llena de lágrimas.
-Soy un pintor como todos-, le contestó el otro, -mi único don es que he encontrado la paz y la armonía interna, así que cuando quiero pintar algo, sólo busco dentro de mi corazón y de mi alma, y de ahí surge todo, mis líneas son el reflejo de mis sentimientos, de mis ideas, mis pasiones y mis sueños, tal vez a la gente le gustan porque son auténticas.
El pintor dejó de llorar, lo único que pudo hacer fue dar las gracias a su vecino de enfrente, lo abrazó como se abraza a un padre o a un maestro, caminó lentamente hacia su estudio y empacó sus cosas para hacer un nuevo viaje, una aventura en la búsqueda de una sola cosa: la paz interna, luego, años después descubriría que eso no se encuentra andando por el mundo, sino en las cosas más simples y cotidianas: en la familia, en el hogar, con los amigos, en el trabajo.
Llegó a ser un gran pintor, y él y su vecino, al que llamó maestro por el resto de sus días, montaron una exposición juntos con tanto éxito, que todos la llamaron “la galería de las pinturas más bellas del mundo”.

FIN
Imagen: es la foto de unos helechos, algo modificada digitalmente para que pareciera una pintura abstracta.

jueves, 3 de diciembre de 2009

ROSY

Crónica urbana
Por Elizandro Arenas


La luz de la luminaria bañaba tenuemente la acera llena de basura y colillas manchadas de labial.
El torneado cuerpo de Rosy hacía juego con la calle taciturna y peligrosa, el ruido de una sirena servía de fondo con sus ecos repetidos en las paredes grises rebosantes de pintas corridas hacia el suelo, de caserones abandonados y fachadas de negocios sellados con cortinas de acero, que hace ya décadas habían dejado de prosperar.
Mientras, Rosy aspiraba una bocanada del humo de su cigarro. El sabor amargo y áspero le gustaba, de alguna manera llenaba el vacío que vivía… y dolía permanentemente en su pecho.
No habría nadie en casa cuando llegara, ahí, a su mísero cuarto rentado, en el tercer piso de un edificio casi en ruinas.
Eran pasadas las dos de la madrugada, y hasta el momento no había conseguido ningún cliente. La hediondez de una alcantarilla cercana le llegó de pronto, y le volvieron las ganas de vomitar, pero… ¿que? Si no había comido nada el día, y aunque era frecuente que pasara todo el día sin probar bocado, no se acostumbraba… ni se acostumbraría nunca.
Quería irse de ahí, pero sabía que pisaría “territorios” ajenos, y, aunque en su vida había tenido muchas, por ahora no quería broncas.
Cuando aún era joven, su padre le escupió en la cara que no toleraría ninguna clase de depravación en su casa, pues alguien de no muy buenas intenciones había informado a detalle de lo que estaba haciendo por las noches.
Un transeúnte hizo un estrepitoso ruido al salir a trompicones de la cantina próxima a su esquina, escupiendo blasfemias al viento trastabilló, pero logró mantener el equilibrio, gracias a que se apoyó como pudo en el poste gris de la luminaria, que era el punto de trabajo de Rosy.
Miró de arriba a abajo la figura curveada frente a él, mientras apagaba su cigarro de un pisotón.
Se acercó despacio a Rosy con una mirada enferma, se plantó sobre el cigarro recién apagado y balbuceó.
_Quiúbole Rosy, ¿todavía estás aquí?, ¿cuánto por un servicio?
Rosy trató de sonreír, y al hacerlo, las cortinas de maquillaje que llevaba sobre el rostro se resquebrajaron, sin poder ocultar la colección de arrugas que el tiempo, las lágrimas y la vida le habían cobrado.
_¿Oral, como siempre? Ya sabes_ contestó con una voz casi de rutina.
El hombre frente a sí le daba repulsión, cuando empezó a prostituirse no se imaginó hasta dónde se podía llegar, esa noche, en esa calle lodosa, a media luz, sintió que tocaba fondo, sin oportunidad de levantarse.
Su cliente: bajo, regordete y desaseado, parecía presumir de una papada repleta de diminutas púas que formaban su barba entrecana y que se escondían en el pecho sin dejar ver siquiera lo que era el cuello.
Su aliento le provocaba contorsiones en el intestino vacío, que trataba de disimular respirando hondo y conteniendo la respiración.
_Veinte por una_ le dijo, sacó un billete arrugado de su pantalón y lo blandió en su rostro.
_Son cincuenta, no te hagas pendejo.
_ Si quieres, si no, pos nomás no, y ya.
El hombre se retiró con el billete aún en la mano, y Rosy pensó que en esa mano se estaba alejando lo que podría significar su cena. Su estómago protestó con un gruñido.
_Está bien, está bien, gritó al tiempo que corría detrás del individuo.
_¡Ja!, Eso, así se habla mi Rosy, véngase pa’ acá.
Caminaron juntos hasta el bar de donde el tipo había salido, y nada discretamente entraron al baño, que olía peor que la alcantarilla.
Ya dentro, Rosy introdujo al individuo en uno de los tres cubículos, se sentó sobre el retrete y comenzó a desabrocharle el pantalón:
“Cuando te dé asco, piensa en otra cosa”, le había dicho una amiga, pero no supo en qué pensar que le resultara tan solo un poco agradable.
Se sintió el ser más bajo y despreciable del mundo, y justo en ese momento, su soledad le pateó dos o tres veces el alma.
Recordó a sus padres, que no soportaron su tipo de vida, a su única hermana, que desde la secundaria negaba su parentesco.
Se recordó en su infancia, jugando a las muñecas en esa bella casa de dos plantas, allá en Victoria, su pueblo natal, y sintió vergüenza.
El hombre sujetaba su cabellera rubia postiza, que cubría unos cortos cabellos negros, cuando de pronto, escuchó un sollozo.
_¡Y ahora qué fregados, no me digas que estás chillando!
Rosy levantó la mirada, con caminos negros de delineador partiéndole el rostro… sí, estaba llorando.
Dejó de hacer su trabajo y lentamente se incorporó, sin escuchar las injurias de su cliente y salió del cubículo.
Se quedó frente al espejo mientras el individuo salía del lugar despotricando. Entonces maldijo esa imagen reflejada, que daba lástima.
Trató de limpiarse el maquillaje corrido con un pañuelo que siempre cargaba en su bolso, mientras se maldecía mil veces por ser lo que era, luego los maldijo a todos, y luego a la vida que le había tocado.
Miró a sus espaldas, y apenas hasta entonces se dio cuenta que su cliente se había ido, y lo maldijo también.
Luego pensó en pedirle fiado al “Porky”, que siempre había sido buena persona. Unos tacos callejeros seguro le calmarían el hambre, hasta que consiguiera algo de dinero.
Se retiró del espejo, se acercó al mingitorio, se subió la minifalda, se bajó los calzones, y tomó entre sus dedos aquel órgano que no entendía por qué la naturaleza le había dado y del que renegaba desde su adolescencia, y de pie, con el corazón resignado, comenzó a orinar.





Foto: experimento con nueva cámara digital de poquitos pixeles.