Crónica urbana
Por Elizandro Arenas
La luz de la luminaria bañaba tenuemente la acera llena de basura y colillas manchadas de labial.
El torneado cuerpo de Rosy hacía juego con la calle taciturna y peligrosa, el ruido de una sirena servía de fondo con sus ecos repetidos en las paredes grises rebosantes de pintas corridas hacia el suelo, de caserones abandonados y fachadas de negocios sellados con cortinas de acero, que hace ya décadas habían dejado de prosperar.
Mientras, Rosy aspiraba una bocanada del humo de su cigarro. El sabor amargo y áspero le gustaba, de alguna manera llenaba el vacío que vivía… y dolía permanentemente en su pecho.
No habría nadie en casa cuando llegara, ahí, a su mísero cuarto rentado, en el tercer piso de un edificio casi en ruinas.
Eran pasadas las dos de la madrugada, y hasta el momento no había conseguido ningún cliente. La hediondez de una alcantarilla cercana le llegó de pronto, y le volvieron las ganas de vomitar, pero… ¿que? Si no había comido nada el día, y aunque era frecuente que pasara todo el día sin probar bocado, no se acostumbraba… ni se acostumbraría nunca.
Quería irse de ahí, pero sabía que pisaría “territorios” ajenos, y, aunque en su vida había tenido muchas, por ahora no quería broncas.
Cuando aún era joven, su padre le escupió en la cara que no toleraría ninguna clase de depravación en su casa, pues alguien de no muy buenas intenciones había informado a detalle de lo que estaba haciendo por las noches.
Un transeúnte hizo un estrepitoso ruido al salir a trompicones de la cantina próxima a su esquina, escupiendo blasfemias al viento trastabilló, pero logró mantener el equilibrio, gracias a que se apoyó como pudo en el poste gris de la luminaria, que era el punto de trabajo de Rosy.
Miró de arriba a abajo la figura curveada frente a él, mientras apagaba su cigarro de un pisotón.
Se acercó despacio a Rosy con una mirada enferma, se plantó sobre el cigarro recién apagado y balbuceó.
_Quiúbole Rosy, ¿todavía estás aquí?, ¿cuánto por un servicio?
Rosy trató de sonreír, y al hacerlo, las cortinas de maquillaje que llevaba sobre el rostro se resquebrajaron, sin poder ocultar la colección de arrugas que el tiempo, las lágrimas y la vida le habían cobrado.
_¿Oral, como siempre? Ya sabes_ contestó con una voz casi de rutina.
El hombre frente a sí le daba repulsión, cuando empezó a prostituirse no se imaginó hasta dónde se podía llegar, esa noche, en esa calle lodosa, a media luz, sintió que tocaba fondo, sin oportunidad de levantarse.
Su cliente: bajo, regordete y desaseado, parecía presumir de una papada repleta de diminutas púas que formaban su barba entrecana y que se escondían en el pecho sin dejar ver siquiera lo que era el cuello.
Su aliento le provocaba contorsiones en el intestino vacío, que trataba de disimular respirando hondo y conteniendo la respiración.
_Veinte por una_ le dijo, sacó un billete arrugado de su pantalón y lo blandió en su rostro.
_Son cincuenta, no te hagas pendejo.
_ Si quieres, si no, pos nomás no, y ya.
El hombre se retiró con el billete aún en la mano, y Rosy pensó que en esa mano se estaba alejando lo que podría significar su cena. Su estómago protestó con un gruñido.
_Está bien, está bien, gritó al tiempo que corría detrás del individuo.
_¡Ja!, Eso, así se habla mi Rosy, véngase pa’ acá.
Caminaron juntos hasta el bar de donde el tipo había salido, y nada discretamente entraron al baño, que olía peor que la alcantarilla.
Ya dentro, Rosy introdujo al individuo en uno de los tres cubículos, se sentó sobre el retrete y comenzó a desabrocharle el pantalón:
“Cuando te dé asco, piensa en otra cosa”, le había dicho una amiga, pero no supo en qué pensar que le resultara tan solo un poco agradable.
Se sintió el ser más bajo y despreciable del mundo, y justo en ese momento, su soledad le pateó dos o tres veces el alma.
Recordó a sus padres, que no soportaron su tipo de vida, a su única hermana, que desde la secundaria negaba su parentesco.
Se recordó en su infancia, jugando a las muñecas en esa bella casa de dos plantas, allá en Victoria, su pueblo natal, y sintió vergüenza.
El hombre sujetaba su cabellera rubia postiza, que cubría unos cortos cabellos negros, cuando de pronto, escuchó un sollozo.
_¡Y ahora qué fregados, no me digas que estás chillando!
Rosy levantó la mirada, con caminos negros de delineador partiéndole el rostro… sí, estaba llorando.
Dejó de hacer su trabajo y lentamente se incorporó, sin escuchar las injurias de su cliente y salió del cubículo.
Se quedó frente al espejo mientras el individuo salía del lugar despotricando. Entonces maldijo esa imagen reflejada, que daba lástima.
Trató de limpiarse el maquillaje corrido con un pañuelo que siempre cargaba en su bolso, mientras se maldecía mil veces por ser lo que era, luego los maldijo a todos, y luego a la vida que le había tocado.
Miró a sus espaldas, y apenas hasta entonces se dio cuenta que su cliente se había ido, y lo maldijo también.
Luego pensó en pedirle fiado al “Porky”, que siempre había sido buena persona. Unos tacos callejeros seguro le calmarían el hambre, hasta que consiguiera algo de dinero.
Se retiró del espejo, se acercó al mingitorio, se subió la minifalda, se bajó los calzones, y tomó entre sus dedos aquel órgano que no entendía por qué la naturaleza le había dado y del que renegaba desde su adolescencia, y de pie, con el corazón resignado, comenzó a orinar.
Foto: experimento con nueva cámara digital de poquitos pixeles.
Por Elizandro Arenas
La luz de la luminaria bañaba tenuemente la acera llena de basura y colillas manchadas de labial.
El torneado cuerpo de Rosy hacía juego con la calle taciturna y peligrosa, el ruido de una sirena servía de fondo con sus ecos repetidos en las paredes grises rebosantes de pintas corridas hacia el suelo, de caserones abandonados y fachadas de negocios sellados con cortinas de acero, que hace ya décadas habían dejado de prosperar.
Mientras, Rosy aspiraba una bocanada del humo de su cigarro. El sabor amargo y áspero le gustaba, de alguna manera llenaba el vacío que vivía… y dolía permanentemente en su pecho.
No habría nadie en casa cuando llegara, ahí, a su mísero cuarto rentado, en el tercer piso de un edificio casi en ruinas.
Eran pasadas las dos de la madrugada, y hasta el momento no había conseguido ningún cliente. La hediondez de una alcantarilla cercana le llegó de pronto, y le volvieron las ganas de vomitar, pero… ¿que? Si no había comido nada el día, y aunque era frecuente que pasara todo el día sin probar bocado, no se acostumbraba… ni se acostumbraría nunca.
Quería irse de ahí, pero sabía que pisaría “territorios” ajenos, y, aunque en su vida había tenido muchas, por ahora no quería broncas.
Cuando aún era joven, su padre le escupió en la cara que no toleraría ninguna clase de depravación en su casa, pues alguien de no muy buenas intenciones había informado a detalle de lo que estaba haciendo por las noches.
Un transeúnte hizo un estrepitoso ruido al salir a trompicones de la cantina próxima a su esquina, escupiendo blasfemias al viento trastabilló, pero logró mantener el equilibrio, gracias a que se apoyó como pudo en el poste gris de la luminaria, que era el punto de trabajo de Rosy.
Miró de arriba a abajo la figura curveada frente a él, mientras apagaba su cigarro de un pisotón.
Se acercó despacio a Rosy con una mirada enferma, se plantó sobre el cigarro recién apagado y balbuceó.
_Quiúbole Rosy, ¿todavía estás aquí?, ¿cuánto por un servicio?
Rosy trató de sonreír, y al hacerlo, las cortinas de maquillaje que llevaba sobre el rostro se resquebrajaron, sin poder ocultar la colección de arrugas que el tiempo, las lágrimas y la vida le habían cobrado.
_¿Oral, como siempre? Ya sabes_ contestó con una voz casi de rutina.
El hombre frente a sí le daba repulsión, cuando empezó a prostituirse no se imaginó hasta dónde se podía llegar, esa noche, en esa calle lodosa, a media luz, sintió que tocaba fondo, sin oportunidad de levantarse.
Su cliente: bajo, regordete y desaseado, parecía presumir de una papada repleta de diminutas púas que formaban su barba entrecana y que se escondían en el pecho sin dejar ver siquiera lo que era el cuello.
Su aliento le provocaba contorsiones en el intestino vacío, que trataba de disimular respirando hondo y conteniendo la respiración.
_Veinte por una_ le dijo, sacó un billete arrugado de su pantalón y lo blandió en su rostro.
_Son cincuenta, no te hagas pendejo.
_ Si quieres, si no, pos nomás no, y ya.
El hombre se retiró con el billete aún en la mano, y Rosy pensó que en esa mano se estaba alejando lo que podría significar su cena. Su estómago protestó con un gruñido.
_Está bien, está bien, gritó al tiempo que corría detrás del individuo.
_¡Ja!, Eso, así se habla mi Rosy, véngase pa’ acá.
Caminaron juntos hasta el bar de donde el tipo había salido, y nada discretamente entraron al baño, que olía peor que la alcantarilla.
Ya dentro, Rosy introdujo al individuo en uno de los tres cubículos, se sentó sobre el retrete y comenzó a desabrocharle el pantalón:
“Cuando te dé asco, piensa en otra cosa”, le había dicho una amiga, pero no supo en qué pensar que le resultara tan solo un poco agradable.
Se sintió el ser más bajo y despreciable del mundo, y justo en ese momento, su soledad le pateó dos o tres veces el alma.
Recordó a sus padres, que no soportaron su tipo de vida, a su única hermana, que desde la secundaria negaba su parentesco.
Se recordó en su infancia, jugando a las muñecas en esa bella casa de dos plantas, allá en Victoria, su pueblo natal, y sintió vergüenza.
El hombre sujetaba su cabellera rubia postiza, que cubría unos cortos cabellos negros, cuando de pronto, escuchó un sollozo.
_¡Y ahora qué fregados, no me digas que estás chillando!
Rosy levantó la mirada, con caminos negros de delineador partiéndole el rostro… sí, estaba llorando.
Dejó de hacer su trabajo y lentamente se incorporó, sin escuchar las injurias de su cliente y salió del cubículo.
Se quedó frente al espejo mientras el individuo salía del lugar despotricando. Entonces maldijo esa imagen reflejada, que daba lástima.
Trató de limpiarse el maquillaje corrido con un pañuelo que siempre cargaba en su bolso, mientras se maldecía mil veces por ser lo que era, luego los maldijo a todos, y luego a la vida que le había tocado.
Miró a sus espaldas, y apenas hasta entonces se dio cuenta que su cliente se había ido, y lo maldijo también.
Luego pensó en pedirle fiado al “Porky”, que siempre había sido buena persona. Unos tacos callejeros seguro le calmarían el hambre, hasta que consiguiera algo de dinero.
Se retiró del espejo, se acercó al mingitorio, se subió la minifalda, se bajó los calzones, y tomó entre sus dedos aquel órgano que no entendía por qué la naturaleza le había dado y del que renegaba desde su adolescencia, y de pie, con el corazón resignado, comenzó a orinar.
Foto: experimento con nueva cámara digital de poquitos pixeles.