BEATRIZ
Por Elizandro Arenas
(De la colección Crónicas de El Potosí)
Dicen que los ojos de Beatriz eran negros, como todos los de la gente del pueblo, pero luego se le pusieron grises, de tanto llorar…
Su mamá era dejada, nadie sabe por qué, vivía sola con su hija única, y mantenía su jacalito lavando ropa ajena, en las orillas de la presa, al pie de la ermita.
Beatriz era todo el universo para su mamá, no iba a la escuela, se la pasaba con ella todo el día, ayudándole con la lavada, bajo el sol matutino y frente a la transparente agua que brotaba del venero, en aquel oasis en medio del desierto.
Un “de repente” se llevó a la mamá de Beatriz, dicen que le picó alguna alimaña que andaba en el agua, le entraron unas calenturas muy fuertes y después de una semana sin poder levantarse de la cama, no despertó.
Beatriz le lloró y le lloró, y su llanto no paró jamás.
Luego, pasadas ya más de cuatro décadas, un buen rato por las mañanas y otro por las tardes todos los días se oía su llanto por las calles de todo El Potosí.
-“¡Mamaaaaa, mamacitaaaa, mamita lindaaa, buaaaaaa!”
Una vez llegó a casa de mis abuelos, como lo hacía habitualmente, para pedir algo de comida, y ya sentada en la mesa, uno de mis tíos le preguntó.
-Oye, Beatriz, ¿por qué hoy no has llorado?
-Mmmmm-, le contestó Beatriz muy quitada de la pena, -desde “aquioras” que lloré.
Como a Ponchito, los niños le tenían algo de miedo, y es que sus gritos eran para sobresaltar a cualquiera.
No le gustaba ser molestada por nadie, así que cuando los más traviesos se le acercaban para molestarla, corría tras ellos, y éstos le contestaban, como sabían hacerlo, a pedradas.
Un día llegó a la casa de los abuelos, con una tremenda herida en la cabeza, la pedrada había sido bastante fuerte y la piedra, enorme, al grado de que la sangre le llegaba hasta las largas trenzas que le caían por los hombros. A diferencia de su costumbre, no lloraba, pero sí mostraba un miedo en sus ojos grises surcados de arrugas que no le habíamos conocido hasta entonces.
-Me pegaron, Doña Lupita, -le decía a mi abuela con voz entrecortada, -dígame, ¿yo qué les hago?-, mientras la otra trataba de parar la hemorragia como se hacía en aquellos lugares, con un poco de petróleo, directo de la mecha del quinqué.
Beatriz se fue a su jacalito, medio en ruinas con una gasa en la cabeza, y un dolor que esa tarde no la dejó ni llorar.
Desde esa tarde ya no salió, le agarró miedo a la gente, se quedaba encerrada entre las cuatro paredes desgastadas de adobe que eran su hogar.
Quienes pasaban por ahí, y por curiosidad se asomaban a la ventana, la veían sentada en una silla frente a la cama vacía, como platicando, en voz muy bajita.
-Ahora sí se acabó de volver loca-, murmuraba Doña Olga-, la tendera.
La gente, al no escucharla llorar más, se olvidó de ella y la dejó ahí, en su eterno encierro, hasta que el chisme de la herida de Beatriz llegó a los oídos del doctor del pueblo, un joven practicante de medicina que estaba a cargo del Centro de Salud.
Preocupado decidió ir a visitarla, pero al tocar varias veces y ver que no le abría, se asomó por la ventana.
Le pareció verla al pie de la cama, parecía inconsciente, así que buscó ayuda para forzar la puerta y poder entrar.
Arrodillada en el piso de tierra compactada, y con la cabeza acurrucada de lado en un costado de la cama, yacía Beatriz, con una expresión de profunda paz.
Con sus trenzas desechas y su pelo suelto, acomodado perfectamente hacia atrás, daba la impresión de que había muerto en el regazo de alguien, quien la había estado acicalando tiernamente por horas.
Nadie pudo explicar cómo es que llevaba puesta, delicadamente acomodada, la peineta de marfil con la que su madre había sido enterrada, hacía más de 40 años.
FIN