miércoles, 8 de octubre de 2008

LA CIUDAD DE PIEDRAS

Cuento infantil

Por Elizandro Arenas

En el reino de Zalebú conviven todo tipo de seres, casi tan diversos y peculiares como los que existen en el mundo real. A orillas del bosque azul, está Minrá, La Ciudad de Piedras.

De lejos, la ciudad no parece más que un montón de guijarros de colores, regados en desorden entre el pasto y la tierra, pero si ves con atención, te sorprenderías de lo que ahí existe, pues es toda una ciudad de diminutas criaturas, a las cuales se les conoce como los minraés.

Los habitantes de esta comarca son tan pequeñitos como una hormiguita y tienen una puntiaguda nariz de la que fluye un líquido rosado parecido a la miel, que deshace todo tipo de piedra, por lo que tienen gran poder sobre una gran variedad de rocas.

Con sus naricitas, los minraés cavan huecos en los guijarros y dentro hacen sus casas, en el mismo material, al momento de cavar, van esculpiendo todos los artículos y muebles que necesitan para su hogar, mesas, camas, sillas, cuadros decorativos, trastos, incluso de los restos que van cayendo hacen cucharas y tenedores.
Un dato muy interesante es que para hacer las ventanas, en algunas zonas de las paredes de su nuevo hogar pulen la piedra tan, pero tan delgada, que se puede ver a través de ésta, como si fuera cristal.

En la ciudad hay piedras-casa en una gran variedad de minerales, algunas traídas desde muy lejos, y aunque por fuera parecen simples rocas ovaladas, por dentro son de increíble belleza, pues las hay de pirita, de mármol rosa, de acerina, de cantera y de muchos tipos más.

Cuenta la historia que una de las más bellas de la ciudad era la de la familia Zircón, pues era de jade, tanto les gustaba la elegante piedra verde, que cuando nació su primera hija, éste fue el nombre que escogieron para ella.

Jade era una niña feliz, alegre, y muy valiente. Siempre se hacía acompañar de su mascota Frw, un helicampo de color rosa pétalo… ¿que qué son los helicampos?, ah, son pequeñas criaturitas parecidas a los hipocampos, pero con dos pares de alitas en la espalda semejantes a las de las libélulas, con las que surcan el cielo a toda prisa, usualmente jineteados por minarés.

Cierto día en el que Jade estaba, como cada tarde, leyendo cuentos de aventuras, se sintió un temblor en la tierra, la lamparita y el reloj de jade que estaban en su buró fueron derribados por el movimiento, mientras la niña se ponía de pie, dejando su mecedora para ver qué pasaba.

El temblor se volvió a sentir, pero esta vez más intenso, los candelabros verdes que colgaban del techo se estremecieron haciendo un ruido parecido al del cristal.

Jade salió de su casa y descubrió que en las calles había un verdadero alboroto, toda la gente miraba hacia el bosque a ver cómo se movían las azules copas los árboles, de pronto, de entre los pinos surgió una mole gigantesca de color gris.

Cuando lo vieron, todos empezaron a gritar espantados, pues lo que se aproximaba era un hombre montaña, que, a cada paso que daba, hacía retumbar la tierra.

La razón del terror que sentían no era por el movimiento que provocaba en la tierra, sino, porque era sabido por todos desde muchas generaciones atrás que los hombres montaña, que viven en una región muy lejana de Zalebú, se alimentaban de piedras, y que, sin duda, su ciudad representaría un delicioso platillo para ellos.

Lo que sabían los ciudadanos de Minrá, era que estos seres eran malvados, y que sin corazón, buscaban pueblos enteros para devorarlos, y además de darse un gran banquete, regocijarse con el daño que causaban.

Aunque se movía lento, el hombre montaña avanzaba a un paso constante, y, al parecer, iba directo a la ciudad de los minraés, las campanas de la iglesia, que era de mármol blanco, comenzaron a sonar en señal de alarma, y todos los ciudadanos empezaron a sacar lo que podían de sus casas para evacuar la ciudad.

Los papás de Jade subieron con la niña y su mascota en un carruaje verde labrado en piedra, y jalado por cuatro helicampos, que con su colita enroscaban, cada uno, la argolla que colgaba de cada una de las cuatro esquinas del vehículo.

El carruaje se empezó a elevar cada vez más alto, para huir del desastre que se avecinaba, al igual que muchos otros, que juntos hacían que el cielo pareciera invadido por un verdadero enjambre.

Por una providencial casualidad, la familia de la niña pasó cerca del hombre montaña, y Jade pudo ver el rostro del gigante que los amenazaba.

Al mirarle a los ojos, la niña descubrió algo conocido en éstos, ¿de qué se trataba esta familiaridad?
En fracciones de segundos recordó a su mejor amigo, Guijarro, un niño gordito y mal encarado que tenía fama de ser malo y peleonero.
Uno de esos días de escuela, durante el recreo, lo encontró como siempre, solo en una banca comiendo su almuerzo.
–¿Te puedo hacer una pregunta? – Le dijo.
Guijarro la miró unos instantes, antes de abrir su lonchera de roca sólida con su nariz puntiaguda, luego, sólo asintió.
Ella se sentó a su lado. –¿por qué le pegaste a ese niño el otro día? –
El niño agachó la cabeza y luego explicó cómo lo había provocado, desde el primer día en el que llegó a la clase, colgándole todo tipo de apodos y molestándolo, lo que hacía que sus compañeros se burlaran de él y no quisieran ser sus amigos.
Desde entonces, había adquirido la fama de temible y buscapleitos, y como así nadie lo molestó más, prefirió no desmentirlos y tomar el papel del niño malo de la escuela.
Desde entonces la amistad entre Guijarro y Jade creció cada día, pues la niña descubrió en su compañero a un corazón sensible y un alma buena.

Al pasar frente al hombre montaña, la pequeña se dio cuenta que no había maldad en su mirada, al igual que en la de su amigo, por lo que pensó que tal vez, si se podía hablar con él, de alguna manera entendería que les estaba haciendo daño.

Tras meditarlo unos segundos, montó en su mascota y salió disparada hacia el colosal ser, que, como se imaginarán, era tan grande como el más alto de los árboles, mientras que Jade, a su lado, era casi invisible.

Mientras escuchaba los gritos de sus padres, que le pedían que regresara, como pudo voló hasta uno de los oídos del hombre montaña, que no era más que un orificio en la roca de su afilada cabeza.

Se paró dentro de éste, que a la pequeña le pareció una enorme y oscura cueva, y gritó lo más fuerte que pudo.

-¡Señor montaña! ¿Me escucha?

Sin embargo el gigantesco ser parecía no oírla, pues se inclinó para tomar la piedra más grande y deliciosa de todas, el palacio del señor gobernador.

Abrió su gigantesca boca para engullirla de un bocado y la niña alcanzó a ver por una de las ventanas que el gobernador seguía adentro, pues se había empeñado en que, al igual que los capitanes, que se hunden con su barco, él sería devorado dentro del recinto desde el que ejercía su mando.

Al verlo, Jade empezó a taladrar con su nariz la piedra de la oreja del gigante, quien, al sentir tal comezón, dejó caer la piedra para rascarse.

Cuando sacó el dedo de su oído pudo ver que lo que le molestaba era una linda y diminuta niña de nariz puntiaguda que trataba de decirle algo a gritos.

Al darse cuenta de esto, acercó a la pequeña a su oído y pudo escuchar una muy débil vocecita que le decía: –por favor señor montaña, no nos coma, todas estas piedras son nuestras casas, hay muchas piedras, por favor busque otras, en la orilla del río hay por montones.

El gigante frunció el ceño y volvió a mirar a Jade, quien como podía le hacía señas con las manos, luego volvió a levantar la piedra que había soltado para observarla y se percató de que tenía ventanas, y a través de estas se podía apreciar a un asustado y pequeño ser, que hincado y sin dejar de rezar, se había ya resignado a ser comido.

Cuando el gigante vio todas las piedras y se dio cuenta que se trataba de una ciudad en miniatura, puso a la niña en el suelo.

–Ustedes disculpen– dijo con voz de trueno –espero no haberlos asustado mucho.

Se dio la media vuelta y se alejó por donde había venido.

Desde entonces, en la región de los hombres montaña todos saben que del lado oriente del bosque azul está la ciudad de Minrá, y que nunca deben de comer una sola piedra si van por esos rumbos, pues pudiera estar habitada.

A Jade le hicieron una estatua… de jade, por supuesto, y la colocaron en el centro de la plaza principal, para que todo mundo recordara el arrojo y sabiduría de la pequeña, y para que nadie olvidara la lección, al pie de ésta se colocó una placa con una leyenda:

“El que por su facha un ogro te parezca,
en su pinta, no te has de fiar
y que tu sabiduría te ennoblezca
si un voto de confianza le has de dar”.


De la colección: Los Cuentos del Abuelo Tom. D.R.: INDAUTOR 03-2007-041915083100-14

lunes, 6 de octubre de 2008

EL GRILLITO Y LA LUCIÉRNAGA

Cuento infantil


(Por Elizandro Arenas)

Lo que más le gustaba al grillito era saltar y saltar, cuanto más alto saltaba, más contento estaba, saltaba por las tardes entre los alcatraces a la orilla del lago.
Cierto día pensó que podría saltar tan alto, que alcanzaría las hojas de un viejo sauce que se erguía entre la maleza, lo intentó tanto que no se dio cuenta que se le hizo de noche.

Lo intentaré la última vez, se dijo, y de un impulso dio su mejor salto.
Cuál sería su sorpresa al encontrarse en el aire con la criatura más hermosa y dulce que jamás había visto, una luciérnaga que despedía una luz que iluminaba su delicado rostro.

El grillito se olvidó del sauce y de sus saltos, porque se enamoró de ella.
Dio un salto más para volver a verla, pero la centellante criatura, en su vuelo, ya se había alejado.

Al día siguiente fue a buscar flores y encontró las más bonitas del bosque, unas bellas campanitas rosadas, con miel; estuvo toda la tarde haciendo un arreglo para entregárselo a la luciérnaga y declararle su amor.

Con sus patitas lo adornó por fuera con corteza de árbol y en su base ató con gran delicadeza semillas de todos tipos, hasta que consiguió hacer el ramos más bonito que jamás se había visto en ese bosque.

Cuando llegó la noche esperó con ansias en el mismo lugar, para volver a ver a la bella luciérnaga, lo cual no era difícil, porque se hacía notar con el cálido centellar de su pancita.

Tomó las flores y dio un magnífico impulso hasta que logró aferrarse a una de las ramas más bajas del sauce y esperó a que pasara la luciérnaga.

-Señorita-, le dijo al verla, con voz entrecortada, pues estaba bastante nervioso, -le entrego este ramo como signo de admiración, porque estoy enamorado de usted, y… si me correspondiera, me haría inmensamente feliz.

La luciérnaga se quedó suspendida en el aire, agitando sus alas, mientras veía sorprendida el hermoso ramo de flores.

-Discúlpeme usted, caballero,- le contestó, –no quisiera ofenderlo, pero debo decirle que mi corazón ya tiene dueño, por lo que no puedo aceptar su regalo.

El grillito, que era de color cafecito, se puso todo colorado, sin saber qué decir, tomó su ramo, lo escondió en su espalda y le pidió disculpas a la luciérnaga por interrumpirla en su vuelo, todo contrariado saltó de la rama hasta llegar al suelo.
Así estuvo varios días, comiendo poco, distraído, y sin dejar de pensar en su amada, dejó de hacer todo lo que le gustaba y sólo miraba por la ventana de su casita, bajo un viejo tronco, hacia el sauce llorón.

Como cada noche, la luciérnaga voló hasta el lago para tratar de ver a su enamorado, en realidad no lo conocía, jamás lo había visto, pero lo amaba por su maravillosa forma de hacer música, se posaba en la ramita de un arbusto cercano a la orilla y de ahí escuchaba, sin atreverse a acercarse al autor de tan hermosas melodías nocturnas.

Sin embargo, hacía ya varios días que no lo escuchaba, por lo que sólo se paraba en la misma hojita de siempre entre el silencio, mientras una lagrimita caía de sus ojos, pensando que jamás lo volvería a escuchar.

De pronto, del silencio brotó otra vez la música, aunque más melancólica, más hermosa y llena de sentimiento que nunca.

Por vez primera se armó de valor, pensando si no se decidía en ese momento, jamás conocería a su anónimo amado.

Con su pancita parpadeante voló en dirección al sonido y descubrió, sentado a la orilla del lago y viendo hacia el cielo, al grillito, que tocaba y tocaba con sus patitas.

Éste, ante el rechazo de su enamorada, había dejado de ir a cantar frente a la luna reflejada en el agua, pues no había nada que lo inspirara, sin embargo, ese día decidió hacerlo una vez más, y llevado por toda su tristeza, volvió a tocar.

Cuando la luciérnaga lo vio, se asombró tanto y sin hacer ruido se acercó sin que éste la viera, y cuando terminó su pieza, le aplaudió con lágrimas de emoción en los ojos.

El grillito, giró su cabeza desconcertado, para ver quién le aplaudía, y con los ojos muy abiertos se dio cuenta que se trataba de su enamorada, a lo que no daba crédito.

-Sin saberlo- le dijo la luciérnaga, -he estado enamorada de usted todo este tiempo, a través de su música puedo ver su corazón, y sé que es bueno, sensible y talentoso… le ruego me perdone por haberlo rechazado la otra vez, fui una ingenua al no darme la oportunidad de conocerle antes.

Todo el dolor que había en el corazón del grillito desapareció en ese momento, su corazón se llenó de alegría y, sin decir nada, tocó la melodía más alegre que jamás antes se había escuchado en el bosque, tanto que todas la criaturas quedaron maravilladas con el majestuoso concierto, mismo que fue recordado por mucho tiempo en los alrededores del lago.
Por eso, cuando escuches un grillito en la noche, ponle mucha atención, podrá ser una melodía triste, o alegre, pero lo que sí es seguro, es que siempre será una melodía de amor.


FIN




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viernes, 3 de octubre de 2008

LA ESTRELLA DE LAS MANZANAS

Cuento infantil



(Por Elizandro Arenas)

Cuando el sol se acuesta sobre la montaña, y el cielo se pone todo rojo, empiezan a parpadear las estrellas, porque les gusta ver cómo los papás les cuentan cuentos a sus hijos y éstos cierran sus ojitos después de decir una oración.

Tote era una niña que era amiga de las estrellas, por lo que cada tarde esperaba a que cayera la noche, trepada en el manzano que se enseñoreaba siempre alegre al centro de su jardín, miraba al cielo y platicaba con ellas, después de un rato se despedía y se iba a cenar, al escuchar cómo la llamaba su mamá.

Cierta noche notó a una estrella peculiarmente pálida y triste, y habló con ella.

–¿Qué te sucede estrellita, por qué estás tan triste?

Preguntó la pequeña, que pudo sentir en su corazón el pesar del parpadeante lucero.

–El cielo– dijo la estrella entre llantos, –me ha avisado que pronto me voy a extinguir, mi luz se va a apagar, y… ¡no quiero! …

Tote, al ver las lágrimas en forma de brillante escarcha, se conmovió y le preguntó la razón de su futura extinción.

–No lo sé– contestó –dice el cielo que alguna vez todas las estrellas se extinguen, así como alguna vez nacieron, y se van a otro cielo más hermoso e iluminado, donde jamás se apagarán, donde brillan de día y de noche y sus destellos están siempre llenos de felicidad.

Desde ese día, la niña hizo especial amistad con esa estrella, por lo que todos los días subía al árbol para platicar con ella.

La charla era muy interesante, pues su amiga le hablaba de galaxias lejanas, cometas, de todos los soles que hay en el inmenso universo y de las leyes que los rigen, de las personas que viven en otros planetas y sus costumbres.

Conforme pasaban las semanas, la luz de la estrella se hizo más tenue, y su voz, que sólo se escuchaba en la mente de la niña, se hizo más débil y lejana.

Una noche Tote subió al árbol, como lo había venido haciendo desde que conoció a su nueva amiga, y muy triste se dio cuenta de que apenas se podía distinguir su luz.

–Estrellita– le dijo, –Mañana que venga te voy a traer un libro que me está leyendo mi mamá, para que escuches lo maravilloso de la historia, es sobre piratas y barcos fantasmas.

–Hoy… –bajó la estrella su mirada– Será la última noche que pueda platicar contigo, porque mañana ya no brillaré en este cielo, quiero que siempre me recuerdes, por lo que te voy a pedir un favor muy especial.

–Dime estrellita, lo que pidas– le contestó la pequeña entre lágrimas.

–Quiero que hagas un hoyo junto a las raíces de este árbol, y me pongas ahí, luego me cubras de tierra, para que mis restos descansen mientras yo parto a otro cielo, si haces esto, podré encontrar la manera de que siempre me recuerdes.

Tote no entendía nada, empezó a llorar muy fuerte mientras le pedía a la estrellita que no la dejara.

–Haz lo que te pido– centellaron dos chispitas como ojos en el ya pálido lucero, a la vez que sonreía.

La niña entró corriendo a su casa a buscar una pala de jardín, regresó y arrancó un pedacito de pasto al pie del árbol, aún con chorros de lágrimas en los ojos, y empezó a cavar.

Luego trepó por las ramas, tomó a la estrella entre sus manos y bajó cuidadosamente hasta el pie del árbol, puso a su amiga en el hoyo que había hecho y ahí se quedó, mirándola hasta que dejó de brillar y se convirtió en un trozo de piedra opaco y duro.

Antes de extinguirse, la estrellita le dijo que gracias a lo que había hecho, estaría siempre presente en su vida, y le recomendó que nunca se olvidara de echar un vistazo al corazón de las manzanas.

Tote cubrió delicadamente los restos de su amiga sin dejar de llorar, luego fue a casa y pensó toda la noche en ella, mientras veía el hueco que se había hecho en el cielo, hasta que se quedó dormida.

Así pasaron días, semanas y meses, hasta que llegó el tiempo en el que su árbol se vio lleno de deliciosas manzanas, radiantes y doradas por el sol.

Cuando estuvieron maduras y fue tiempo de cosechar, su mami entró por la puerta trasera con una canasta llena, lavó una, la partió por la mitad de lado a lado, y se la dio a su hija para que la probara.

Una gigantesca sonrisa se dibujó en la cara de Tote cuando descubrió que en el corazón de la manzana, ¡estaba dibujada su amiga la estrella!

–¡Mira, mamá, mi amiga la estrella, mi amiga la estrella! – Decía brincando de alegría.

De esta forma, el espíritu del lucero la acompañó por siempre, y aún cuando Tote creció, siguió recordando a su brillante amiga… en el corazón de una manzana.




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