Cuento infantil
Por Elizandro Arenas
En el reino de Zalebú conviven todo tipo de seres, casi tan diversos y peculiares como los que existen en el mundo real. A orillas del bosque azul, está Minrá, La Ciudad de Piedras.
De lejos, la ciudad no parece más que un montón de guijarros de colores, regados en desorden entre el pasto y la tierra, pero si ves con atención, te sorprenderías de lo que ahí existe, pues es toda una ciudad de diminutas criaturas, a las cuales se les conoce como los minraés.
Los habitantes de esta comarca son tan pequeñitos como una hormiguita y tienen una puntiaguda nariz de la que fluye un líquido rosado parecido a la miel, que deshace todo tipo de piedra, por lo que tienen gran poder sobre una gran variedad de rocas.
Con sus naricitas, los minraés cavan huecos en los guijarros y dentro hacen sus casas, en el mismo material, al momento de cavar, van esculpiendo todos los artículos y muebles que necesitan para su hogar, mesas, camas, sillas, cuadros decorativos, trastos, incluso de los restos que van cayendo hacen cucharas y tenedores.
Un dato muy interesante es que para hacer las ventanas, en algunas zonas de las paredes de su nuevo hogar pulen la piedra tan, pero tan delgada, que se puede ver a través de ésta, como si fuera cristal.
En la ciudad hay piedras-casa en una gran variedad de minerales, algunas traídas desde muy lejos, y aunque por fuera parecen simples rocas ovaladas, por dentro son de increíble belleza, pues las hay de pirita, de mármol rosa, de acerina, de cantera y de muchos tipos más.
Cuenta la historia que una de las más bellas de la ciudad era la de la familia Zircón, pues era de jade, tanto les gustaba la elegante piedra verde, que cuando nació su primera hija, éste fue el nombre que escogieron para ella.
Jade era una niña feliz, alegre, y muy valiente. Siempre se hacía acompañar de su mascota Frw, un helicampo de color rosa pétalo… ¿que qué son los helicampos?, ah, son pequeñas criaturitas parecidas a los hipocampos, pero con dos pares de alitas en la espalda semejantes a las de las libélulas, con las que surcan el cielo a toda prisa, usualmente jineteados por minarés.
Cierto día en el que Jade estaba, como cada tarde, leyendo cuentos de aventuras, se sintió un temblor en la tierra, la lamparita y el reloj de jade que estaban en su buró fueron derribados por el movimiento, mientras la niña se ponía de pie, dejando su mecedora para ver qué pasaba.
El temblor se volvió a sentir, pero esta vez más intenso, los candelabros verdes que colgaban del techo se estremecieron haciendo un ruido parecido al del cristal.
Jade salió de su casa y descubrió que en las calles había un verdadero alboroto, toda la gente miraba hacia el bosque a ver cómo se movían las azules copas los árboles, de pronto, de entre los pinos surgió una mole gigantesca de color gris.
Cuando lo vieron, todos empezaron a gritar espantados, pues lo que se aproximaba era un hombre montaña, que, a cada paso que daba, hacía retumbar la tierra.
La razón del terror que sentían no era por el movimiento que provocaba en la tierra, sino, porque era sabido por todos desde muchas generaciones atrás que los hombres montaña, que viven en una región muy lejana de Zalebú, se alimentaban de piedras, y que, sin duda, su ciudad representaría un delicioso platillo para ellos.
Lo que sabían los ciudadanos de Minrá, era que estos seres eran malvados, y que sin corazón, buscaban pueblos enteros para devorarlos, y además de darse un gran banquete, regocijarse con el daño que causaban.
Aunque se movía lento, el hombre montaña avanzaba a un paso constante, y, al parecer, iba directo a la ciudad de los minraés, las campanas de la iglesia, que era de mármol blanco, comenzaron a sonar en señal de alarma, y todos los ciudadanos empezaron a sacar lo que podían de sus casas para evacuar la ciudad.
Los papás de Jade subieron con la niña y su mascota en un carruaje verde labrado en piedra, y jalado por cuatro helicampos, que con su colita enroscaban, cada uno, la argolla que colgaba de cada una de las cuatro esquinas del vehículo.
El carruaje se empezó a elevar cada vez más alto, para huir del desastre que se avecinaba, al igual que muchos otros, que juntos hacían que el cielo pareciera invadido por un verdadero enjambre.
Por una providencial casualidad, la familia de la niña pasó cerca del hombre montaña, y Jade pudo ver el rostro del gigante que los amenazaba.
Al mirarle a los ojos, la niña descubrió algo conocido en éstos, ¿de qué se trataba esta familiaridad?
En fracciones de segundos recordó a su mejor amigo, Guijarro, un niño gordito y mal encarado que tenía fama de ser malo y peleonero.
Uno de esos días de escuela, durante el recreo, lo encontró como siempre, solo en una banca comiendo su almuerzo.
–¿Te puedo hacer una pregunta? – Le dijo.
Guijarro la miró unos instantes, antes de abrir su lonchera de roca sólida con su nariz puntiaguda, luego, sólo asintió.
Ella se sentó a su lado. –¿por qué le pegaste a ese niño el otro día? –
El niño agachó la cabeza y luego explicó cómo lo había provocado, desde el primer día en el que llegó a la clase, colgándole todo tipo de apodos y molestándolo, lo que hacía que sus compañeros se burlaran de él y no quisieran ser sus amigos.
Desde entonces, había adquirido la fama de temible y buscapleitos, y como así nadie lo molestó más, prefirió no desmentirlos y tomar el papel del niño malo de la escuela.
Desde entonces la amistad entre Guijarro y Jade creció cada día, pues la niña descubrió en su compañero a un corazón sensible y un alma buena.
Al pasar frente al hombre montaña, la pequeña se dio cuenta que no había maldad en su mirada, al igual que en la de su amigo, por lo que pensó que tal vez, si se podía hablar con él, de alguna manera entendería que les estaba haciendo daño.
Tras meditarlo unos segundos, montó en su mascota y salió disparada hacia el colosal ser, que, como se imaginarán, era tan grande como el más alto de los árboles, mientras que Jade, a su lado, era casi invisible.
Mientras escuchaba los gritos de sus padres, que le pedían que regresara, como pudo voló hasta uno de los oídos del hombre montaña, que no era más que un orificio en la roca de su afilada cabeza.
Se paró dentro de éste, que a la pequeña le pareció una enorme y oscura cueva, y gritó lo más fuerte que pudo.
-¡Señor montaña! ¿Me escucha?
Sin embargo el gigantesco ser parecía no oírla, pues se inclinó para tomar la piedra más grande y deliciosa de todas, el palacio del señor gobernador.
Abrió su gigantesca boca para engullirla de un bocado y la niña alcanzó a ver por una de las ventanas que el gobernador seguía adentro, pues se había empeñado en que, al igual que los capitanes, que se hunden con su barco, él sería devorado dentro del recinto desde el que ejercía su mando.
Al verlo, Jade empezó a taladrar con su nariz la piedra de la oreja del gigante, quien, al sentir tal comezón, dejó caer la piedra para rascarse.
Cuando sacó el dedo de su oído pudo ver que lo que le molestaba era una linda y diminuta niña de nariz puntiaguda que trataba de decirle algo a gritos.
Al darse cuenta de esto, acercó a la pequeña a su oído y pudo escuchar una muy débil vocecita que le decía: –por favor señor montaña, no nos coma, todas estas piedras son nuestras casas, hay muchas piedras, por favor busque otras, en la orilla del río hay por montones.
El gigante frunció el ceño y volvió a mirar a Jade, quien como podía le hacía señas con las manos, luego volvió a levantar la piedra que había soltado para observarla y se percató de que tenía ventanas, y a través de estas se podía apreciar a un asustado y pequeño ser, que hincado y sin dejar de rezar, se había ya resignado a ser comido.
Cuando el gigante vio todas las piedras y se dio cuenta que se trataba de una ciudad en miniatura, puso a la niña en el suelo.
–Ustedes disculpen– dijo con voz de trueno –espero no haberlos asustado mucho.
Se dio la media vuelta y se alejó por donde había venido.
Desde entonces, en la región de los hombres montaña todos saben que del lado oriente del bosque azul está la ciudad de Minrá, y que nunca deben de comer una sola piedra si van por esos rumbos, pues pudiera estar habitada.
A Jade le hicieron una estatua… de jade, por supuesto, y la colocaron en el centro de la plaza principal, para que todo mundo recordara el arrojo y sabiduría de la pequeña, y para que nadie olvidara la lección, al pie de ésta se colocó una placa con una leyenda:
“El que por su facha un ogro te parezca,
en su pinta, no te has de fiar
y que tu sabiduría te ennoblezca
si un voto de confianza le has de dar”.
De la colección: Los Cuentos del Abuelo Tom. D.R.: INDAUTOR 03-2007-041915083100-14