jueves, 10 de marzo de 2011

LA NOCHE DE LOS VAMPS

Por: Elizandro Arenas

El lunes pasado, mis amigos de toda la vida me llamaron por la tarde para decirme que querían echarse unas “cheves” (cervezas) conmigo, para festejarme por mi cumpleaños.



Me pareció raro, porque precisamente hoy jueves se van a juntar con los de la oficina para celebrar mi día en un rancho fuera de la Ciudad, con parrillada, alberquita y todo.



Fue tal la insistencia de que fuera la noche de el lunes, que no pude negarme, a llegar y echarme dos cervecitas, así, para mitigar el calor.



Cuando llegué al bar en el que me citaron, vi a un tipo entre mis amigos que me pareció conocido… se pone de pie y acercándose a mí abre los brazos para darme un efusivo abrazo…



Pinche Eli, cómo estás, cabrón… exclamó lleno de júbilo…



… No lo podía creer, se trataba de Julio Ramírez, “El Lenguas”, integrante de “Los Vamps” y uno de mis mejores amigos en el primer semestre de facultad.



En la hora y media que platicamos, vinieron como una avalancha una serie de recuerdos, casi intactos, de una cajita que había permanecido cerrada durante más de 20 años.



En 1988, decidí ir a inscribirme a la Facultad de Ciencias de la Comunicación en la Universidad Autónoma de Nuevo León, para estudiar la licenciatura en este ramo… esa noche, fue una de las más especiales de mi vida, por todo lo que vivimos y lo que ahora significa para cada uno.



¿Alguien ha visto la película “St. Elmo’s Fire”? Aquí en México la comercializaron como “El Primer Año del Resto de Nuestras Vidas”, con Demmi Moore, Rob Lowe, Emilio Steves, Robert Downey Jr., entre otros reconocidos actores.



La cinta trata de un grupo de amigos inseparables que terminan la escuela e inician, cada uno a su manera, su nueva etapa como personas independientes, bueno, pues, para el que la haya visto, se puede imaginar todos los sentimientos que encierra el recordar a tus primeros grandes amigos en Facultad.



El mejor recuerdo para todos, fue, sin duda, la noche de Los Vamps, en la que un grupo de muchachos recién salidos de la prepa nos conocimos y ese día, implícitamente se estableció un pacto de hermandad, que, a pesar de los años y de tantos acontecimientos, sigue en pie, como el primer día.



Se trataba de una fecha importante, era el día previo a las preinscripciones en la Facultad de Ciencias de la Comunicación, y como se trataba de la carrera de moda, era necesario ir a pasar ahí la noche para poder alcanzar un lugar en la fila, a la primera hora del día siguiente.



Mi hermana y yo llegamos casi al anochecer y ya había gente en el lugar, la típica autoproclamada organizadora que estaba llevando nota del orden en el que llegábamos, y nos iba anotando en una libreta común y corriente.



Pronto encontramos a gente conocida, pues Julio, de quien hablé en un principio, fue compañero de la preparatoria de mi hermana, así que se saludaron y entablaron una plática con un poco de todo…



Pasaron las horas y se hizo de noche, así que nos fuimos a sentar en el césped de los jardines de la escuela donde había otro grupito con el que pronto hicimos amistad, más tarde se integraron un par de grupitos más, y ya todos juntos, hicimos una gran rueda y nos pusimos a hacer dinámicas, desde la autopresentación hasta preguntas indiscretas… y ya entrados en esa confianza que te da la juventud, hasta quénes nos gustaban, si teníamos novia, etc…



Jugamos a la botella con castigos, nunca olvidaremos a Julio disfrazado de fantasma con la sábana blanca que llevó para resguardarse del sereno nocturno.



Aullaba como un loco corriendo y haciendo grandes ademanes por los oscuros pasillos de la escuela, mientras el resto de los jóvenes que estaban por ahí regados lo veían con cara de asombro…



“Pato” dijo: Yo me llamo José Guadalupe pero me gusta que me digan “Pato”, desde entonces todos lo llamamos así, años después nos enteramos de que nadie antes lo había llamado así, simplemente que esa noche se le ocurrió que era buen momento para empezar a ser nombrado por el apodo que tanto le había gustado toda su vida.



Luego jugamos carreritas, los chicos cargamos a caballito a las chicas, en una larga carrera de bajada en la que más de uno trastabillamos, nos dijimos secretos al oído y hablamos de nuestros sueños a futuro, todo bajo la luz de una brillante luna.



Ya cuando caló el hambre, muy entrada la madrugada, fuimos todos a la tienda de conveniencia que estaba a unas 10 cuadras de la escuela, amontonados como pudimos en la vieja vagoneta dodge de Julio… unos sobresalíamos por las ventas, e incluso hubo quienes viajaron en el portaequipajes instalado en el capacete del vehículo, gritando como niños bobos…eufóricos de libertad.



Julio, Pily, Gaby, Eloísa, Pato, Roy y su novia Caya, Vielma, Mayela, Perla, José Juan, Silvia y yo, dejamos de ser ese día un grupo de muchachos que iba por un lugar en una escuela, y nos convertimos en “Los Vamps”.

¿Quién nos puso así? No lo recuerdo, pero lo que sí recuerdo es que fuimos tan unidos ese primer semestre de carrera, que todo mundo llegó a respetarnos y a llamarnos por nuestro nombre. Decían “sí, él es un “Vamp”.

Las chicas formaron un equipo de voleibol en el torneo interno de la facu, y si no eran muy buenas, eran las que más porra llevaban siempre.

Si uno de los Vamps tenía algún problema o alguna pena, ahí estaba siempre otro Vamp para apoyarlo, consolarlo, o defenderlo.



En segundo semestre nos separamos, unos tocaron en un grupo y otros en otro, cada quien se fue integrando poco a poco con otro grupo de amigos, yo entré al Club de Televisión y ahí fue donde conocí a mis grandes compadres, con los que me junté el resto de la carrera y a los que sigo viendo hasta la fecha…



Pero, independientemente de lo que pasara después, de diferencias por romances, por cuestiones políticas o académicas, hubo una enegría invisible que nos unía; un cariño fraternal que nació en ese primer semestre escolar, y que sigue vivo hasta la fecha, porque podré tener grandes, entrañables e inseparables amigos, pero sólo son muy pocos a los que puedo nombrar como un verdadero y auténtico Vamp, un grupo de muchachos locos cuya amistad nació en una época de total inocencia en la que se entrega todo por un amigo, sin pedir ni esperar nada a cambio. Y gracias a eso sé que, si veo alguno de ellos en la calle, será como aquel día, aquella noche: la noche de Los Vamps.

UN ABRAZO PARA TODOS
ELI.

jueves, 10 de febrero de 2011

BEATRIZ


BEATRIZ
Por Elizandro Arenas
(De la colección Crónicas de El Potosí)




Dicen que los ojos de Beatriz eran negros, como todos los de la gente del pueblo, pero luego se le pusieron grises, de tanto llorar…

Su mamá era dejada, nadie sabe por qué, vivía sola con su hija única, y mantenía su jacalito lavando ropa ajena, en las orillas de la presa, al pie de la ermita.

Beatriz era todo el universo para su mamá, no iba a la escuela, se la pasaba con ella todo el día, ayudándole con la lavada, bajo el sol matutino y frente a la transparente agua que brotaba del venero, en aquel oasis en medio del desierto.

Un “de repente” se llevó a la mamá de Beatriz, dicen que le picó alguna alimaña que andaba en el agua, le entraron unas calenturas muy fuertes y después de una semana sin poder levantarse de la cama, no despertó.

Beatriz le lloró y le lloró, y su llanto no paró jamás.

Luego, pasadas ya más de cuatro décadas, un buen rato por las mañanas y otro por las tardes todos los días se oía su llanto por las calles de todo El Potosí.

-“¡Mamaaaaa, mamacitaaaa, mamita lindaaa, buaaaaaa!”
Una vez llegó a casa de mis abuelos, como lo hacía habitualmente, para pedir algo de comida, y ya sentada en la mesa, uno de mis tíos le preguntó.

-Oye, Beatriz, ¿por qué hoy no has llorado?

-Mmmmm-, le contestó Beatriz muy quitada de la pena, -desde “aquioras” que lloré.

Como a Ponchito, los niños le tenían algo de miedo, y es que sus gritos eran para sobresaltar a cualquiera.

No le gustaba ser molestada por nadie, así que cuando los más traviesos se le acercaban para molestarla, corría tras ellos, y éstos le contestaban, como sabían hacerlo, a pedradas.

Un día llegó a la casa de los abuelos, con una tremenda herida en la cabeza, la pedrada había sido bastante fuerte y la piedra, enorme, al grado de que la sangre le llegaba hasta las largas trenzas que le caían por los hombros. A diferencia de su costumbre, no lloraba, pero sí mostraba un miedo en sus ojos grises surcados de arrugas que no le habíamos conocido hasta entonces.

-Me pegaron, Doña Lupita, -le decía a mi abuela con voz entrecortada, -dígame, ¿yo qué les hago?-, mientras la otra trataba de parar la hemorragia como se hacía en aquellos lugares, con un poco de petróleo, directo de la mecha del quinqué.

Beatriz se fue a su jacalito, medio en ruinas con una gasa en la cabeza, y un dolor que esa tarde no la dejó ni llorar.

Desde esa tarde ya no salió, le agarró miedo a la gente, se quedaba encerrada entre las cuatro paredes desgastadas de adobe que eran su hogar.

Quienes pasaban por ahí, y por curiosidad se asomaban a la ventana, la veían sentada en una silla frente a la cama vacía, como platicando, en voz muy bajita.

-Ahora sí se acabó de volver loca-, murmuraba Doña Olga-, la tendera.

La gente, al no escucharla llorar más, se olvidó de ella y la dejó ahí, en su eterno encierro, hasta que el chisme de la herida de Beatriz llegó a los oídos del doctor del pueblo, un joven practicante de medicina que estaba a cargo del Centro de Salud.

Preocupado decidió ir a visitarla, pero al tocar varias veces y ver que no le abría, se asomó por la ventana.

Le pareció verla al pie de la cama, parecía inconsciente, así que buscó ayuda para forzar la puerta y poder entrar.



Arrodillada en el piso de tierra compactada, y con la cabeza acurrucada de lado en un costado de la cama, yacía Beatriz, con una expresión de profunda paz.

Con sus trenzas desechas y su pelo suelto, acomodado perfectamente hacia atrás, daba la impresión de que había muerto en el regazo de alguien, quien la había estado acicalando tiernamente por horas.

Nadie pudo explicar cómo es que llevaba puesta, delicadamente acomodada, la peineta de marfil con la que su madre había sido enterrada, hacía más de 40 años.



FIN

miércoles, 2 de febrero de 2011

LA MINA


(De la colección Crónicas de El Potosí)
Por Elizandro Arenas

Habían resultado largos los días de verano, era la tercera semana de vacaciones, que entró con los calorones de agosto.
En la casona de los abuelos, allá en el Ejido El Potosí, en Galeana, el calcinante sol no se sentía, incluso las tardes eran frescas, pues las paredes de adobe y los techos de madera recubiertos con caliche conservaban perfectamente el frío de las noches de aquella zona semidesértica.
Tendidos en los sillones de la sala estilo Malinche, con el ladrar de los perros a lo lejos y el arullo de las palomas silvestres como fondo, los primos, que nos reuníamos ahí cada verano, nos la pasábamos leyendo historietas, antes de que cayera el sol y que pudiéramos salir un rato a jugar básquetbol a las canchas de la plaza principal.
Había pilas y pilas de éstas: de Periquita, Mimín Pinguín, Fantomas, la Pequeña Lulú, Kalimán, Batú, El Libro Vaquero, Capulinita, y hasta las de El Santo.
Y es que en aquel pueblito polvoriento enclavado en la Sierra Madre Oriental, al pie del Cerro del Potosí, no llegaba muy clara la señal de televisión del único canal que se sintonizaba, así que el contacto con el mundo se concentraba en un antiquísimo radio de transistores donde se podía escuchar la AW, misma en la que los abuelos escuchaban sin falta cada día las historias de Porfirio Cadena, “El Ojo de Vidrio”.
Después de la habitual modorra de la tarde, cuando yo ya estaba hasta el copete de seguir las historias de la voluptuosa Rarotonga, con impresiones en color sepia, de Lágrimas y Risas; Aníbal tomó el balón y botándolo en el suelo de la sala, que era de cemento pulido, y que se pulía cada día con un gigantesco y pesado trapeador de petróleo, nos invitó a salir a jugar.
¡Unas retas!, era la frase mágica, con la que todos sabíamos de era momento de despavilarnos y salir a correr un rato tras el balón mientras llegaba la noche y todo se oscurecía, pues no había luz mercurial, así que para dar un paseo nocturno, era necesario esperar a que hubiera luna llena.
Mientras todos mis primos intentaban demostrar que eran mejores en el baloncesto, siempre los de Saltillo contra los de Monterrey, yo me fui a sentar un rato en las gradas de cemento frente a las canchas, ahí me encontré con Ponchito, a quien me atreví a ir a saludar.
Ponchito era un personaje como los que hay en todos los pueblos, nunca supimos dónde vivía y cómo se las arreglaba para comer, lo cierto es que era considerado por todos como el loquito del pueblo.
En su tez muy morena y agrietada por el sol y el aire seco de la región, fulguraban unos chispeantes ojos verdes claro, como el laurel, sus pestañas eran grandes y sus cejas negras y tupidas, y la mitad de su rostro era cubierto por una larga barba blanca.
Antes, cuando éramos más pequeños, cuando lo veíamos a distancia los acercábamos a él y le gritábamos “¡Ponchito barbas de chivo!”, y corríamos en desbandada.
Él salía en carrera detrás de la chiquillada, lanzando dos o tres pedradas, que nunca dieron en el blanco, tal vez, siempre a propósito.
Ponchito llevaba siempre una percudida camisa blanca y una corbata muy gruesa, sin importar lo que dictara el termómetro, que por las tardes fácil rebasaba los 40 grados centígrados, de sus manos crecían unas duras y largas uñas medio mugrosas, y sus dedos siempre estaban repletos de anillos de todos los tipos, tamaños y formas, algunos parecían de auténtica plata, mientras otros eran de plástico o alguna aleación barata. Del que más me acuerdo era del rojo, era un anillo grandote en forma de cuadro, de resina roja transparente, que no podía dejar de mirar al verlo hablar y mover sus manos con tanta viveza.
En la bolsa de la camisa llevaba una decena de plumas, también de todos los tipos, marcas colores, formas y tamaños, si tú a Ponchito le quitabas una de esas plumas, era seguro que te seguiría hasta el fin del mundo, hasta que se la devolvieras.
-¿Cómo estás Ponchito?”- era la pregunta con la que, de rigor todos empezábamos la conversación con él.
-Bien, allá con el patrón, sí con la leche… le llevé ayer… sí, la carreta, se le cayó…
Y empezaba a decir algunas frases con cierto sentido, pero finalmente de una total incoherencia.
Entre sus temas preferidos estaba siempre el de la mina:
-Allá, en la mina, el tesoro… sí… lo escondieron… de Pancho Villa… el patrón.
Decía con sus llameantes ojos verdes y sus expresivas manos, entre una sonrisa y un suspiro.
-Pero Ponchito, ya fueron muchos, y en la mina no hay nada, dicen que es un pozo que no mide más que unos metros, está muy chiquita, no es una mina, es un agujero, nada más.
-Ahí ‘sta, ahí ‘sta el oro, el hacenda’o lo escondió para que no se lo llevaran los revolucionarios, y ahí se quedó, mire, vida de Dios que sí, ‘amos, yo lo llevo, ¿ya fue usté?
-No, no he ido, pero dicen que ya han ido muchos, y que no hay nada…
-Mire mire, ¿quién dice?...
-Pues la gente, la gente dice.
-Aténgase… aténgase a lo que diga la gente, ahí ‘sta, le digo, nadie lo sacó.
-¿Entonces por qué no vas tú, Ponchito, a ver?
En sus ojos se vio de pronto una sombra, y una expresión de miedo que duró una fracción de segundo pasó como una ráfaga por su cara.
-No, yo no…
Me dijo muy serio, luego guardó silencio unos instantes.
-Ya siguen-, escuché gritar desde las canchas, era nuestro turno de jugar, así que me despedí de aquel personaje, quien efusivamente me dio la mano y me pidió para una soda.
Le di cinco pesos y me fui a jugar.
Las noches en los dormitorios, en aquella gigantesca casa eran de lo más divertidas, a los primos, todos entre los 10 y los 13 años, nos mandaban hasta los últimos cuartos, en los que olía a rastrojo y ratón y nos acostábamos de dos en dos en las antiguas camas matrimoniales con cabeceras de hierro forjado con aplicaciones en latón y aluminio.
Esa noche era un verdadero desastre, pues a Édgar, uno de los primos más incorregibles, le dio por empezar a escupir de cama a cama, de pronto en la habitación se había armado una verdadera guerra de escupitajos… las reglas del juego eran de lo más sencillas, retirar el cobertor de tu cabeza para escupir al aire, apuntando a las camas de al lado y de enfrente, tratando de estar descubierto el menos tiempo posible para evitar que te cayera algún salivazo de los contrarios.
En eso estábamos, con las carcajadas contenidas que produce estar divirtiéndote mientras realizas algo “fuera de las reglas”.
En la puerta de la habitación se dibujó, a contraluz, la silueta del abuelo, quien encendió la luz para ver lo que estaba pasando, y con todo el enojo del que sabíamos que era capaz, nos dio una santa regañada, que no pudimos ni replicar media palabra.
-¡Y se duermen y se callan todos, o ahorita mismo me los ajusticio con la cuarta!
La cuarta, mejor conocida por todos los nietos como “la cariñosa”, era un instrumento que hace la función de fuete y sirve para golpear al caballo en las ancas mientras se monta, para obligarlo a correr más deprisa.
Básicamente se trataba de una pata de cabra disecada con la pezuña perforada de lado a lado, y a través de la perforación pasaban unas tiras de cuero que luego se hacían una sola en un complicado tejido y que al final volvían a quedar sueltas.
Los tíos, en son de amenaza, decían que cuando eran niños era con este artefacto con el que los castigaban, cuando hacían alguna travesura o desobedecían las instrucciones.
Ninguno de los nietos habíamos sido jamás tocados por el abuelo, mas que para recibir mimos y cariños, pero lo conocíamos enojado, y no queríamos comprobar si lo de “la cariñosa” era verdad o no.
Ya todos bien “espichadillos”, como se decía en aquellos lugares, nos quedamos en el cuarto en silencio, viendo cómo “Papá Chuy”, así lo llamábamos, se retiraba en silencio con su paso siempre firme y lento.
Todavía nos reíamos para adentro de la travesura, y yo les dije susurrando:
-Oigan ¿y si mañana vamos a la mina?
Un silencio general que duró unos segundos, unas sonrisas pícaras, y un intercambio de miradas me confirmaron que no era tan mala idea; lo estaban pensando.
-¡Qué flojera!-, dijo Ángel, -está súper lejos y además no hay nada.
-¿Quién te dijo que no hay nada?
-Pues todos dicen
-Pues sí, pero de esos que dicen, ¿quién ha ido?
-Sí, vamos, no está tan lejos, a ver qué hay adentro-, dijo Cosme, el más pecoso de los de la primada de Saltillo.
-A lo mejor hay murciélagos-, intervino Iván, el menor de todos.
-Sí, vamos-, secundó Ricardo, hermano mayor de Cosme, era alto y moreno, pero de una eterna sonrisa franca y amable, -de quedarme aquí toda la tarde aburrido e ir, yo prefiero ir.
-Órale pues, dijo Ángel, que siempre fue el más escéptico-, comemos, luego nos vamos a la plaza, y de ahí, para la mina.
No llevamos cantimploras, ni nada, sólo una lámpara de mano y cada quien una gorra, para protegernos del sol.
Éramos siete los que nos lanzamos a la aventura, esperábamos llegar a la mina, entrar y regresar antes del anochecer.
El sol de las dos de la tarde en aquella árida zona, sin una sola nube, hacía mella en nosotros.
-Eli-, me dijo Álder, el hermano mellizo de Édgar, quien inició la guerra de salivazos el día anterior, -¡Y que nos fuéramos encontrando el tesoro que dice Ponchito!
-Estás bien zonzo-, contestó Ángel –si lo hubiera ¿no crees que ya lo habrían encontrado hace mucho?
Álder pareció no escucharlo, y siguió con su tema.
-¿Tú qué harías?
-Yo-, le dije, -pondría un laboratorio bien chingón y me dedicaría a estudiar los animales de todo el mundo, así inventaría medicinas para cada especie y pondría una súper veterinaria… o a lo mejor compraría una cámara de cine y me iría a hacer documentales de la naturaleza a África y a la India.
-Yo me compraría un trailer y me haría trailero como B. J. McKay-, me respondió.
-Yo pondría un banco, -dijo Edgar, que lo único que tenía en común con su hermano era la fecha de cumpleaños- y me haría “ricacho”, y todo el dinero lo haría más y más y más hasta tener una súper fortuna, y luego compraría todos los bancos de México.
-Pero dicen- intervino Ricardo- que si te encuentras oro, el Gobierno te lo quita, además, serían moneda antiguas, no las podríamos gastar nomás así como así.
-Pero si lo fundes y lo vendes acá por debajo del agua, podrías ir haciéndote de dinero y metiéndolo en una cuenta.
Mientras caminábamos, la situación se complicaba cada vez más con el famoso tesoro, hasta que finalmente no supimos realmente qué hacer con él. De pronto nos dimos cuenta de lo que estamos diciendo y divertidos cambiamos la conversación.
-Lo único que vamos a encontrar por ahí, a lo mejor es un pellejo de víbora o caca de murciélago,- dijo Ángel.
-Se llama guano, le corregí.
-¿Qué?
-Que se llama guano, la caca de murciélago se llama guano.
-A, pues eso, es lo único que va a haber.
Los troncos secos de la flor de la lechuguilla son unos excelentes bastones, que después de caminar un par de horas entre piedras, biznagas y gobernadoras, son bastante útiles, pues con los tobillos cansados es fácil perder pie y caer.
Todos nos fabricamos un bastón mientras avanzamos, y por fin, después de subir y bajar por un par de pequeñas colinas llegamos al pie de la mina.
Allá, lejos del pueblo, y con la luz del atardecer de frente, vimos lo imponente del desierto, sentimos su solitaria calma, el silencio era absoluto, solo el silbar de un vientecillo repentino entre los chaparros rompía con la quietud.
Desde el cerrito en el que estábamos, se dominaban a lo lejos las parcelas de los ejidatarios, quienes, para mantener a sus animales, y para consumo personal sembraban maíz y alfalfa.
Casi en todas las casas había un corral con gallinas, algunas cabras, y vacas, que eran alimentados diariamente con los forrajes traídos de estar parcelas.
Gracias a esto, las familias del pueblo tenían leche fresca, carne, siempre una gorda gallina para hacer un buen caldo, huevos, y alguno que otro becerro para las ocasiones especiales.
Las frutas se daban en el jardín, en el patio del abuelo había uvas, higos, manzanas, largos canales de agua bordeados por flores de manzanilla, y, por supuesto, tunas… muchas tunas y nopales.
-Pues órale, vamos a entrar ¿no? Dijo titubeante Iván.
Prendí la lámpara de mano y me aproximé a la boca de la cueva, ahora, y pensándolo mejor, temiendo que habitara en su interior algún coyote, víbora de cascabel o algún alacrán, que abundaban en la zona.
La entrada iniciaba con una pendiente de unos 40 grados en bajada, se veía que había sido difícil hacer aquel hoyo, pues prácticamente habían tenido que taladrar la roca para poder cavar.
Fueron escasos 10 metros los que bajamos, alumbrando, a cada paso que dábamos, las paredes y el suelo antes de avanzar, en busca de alguna alimaña venenosa.
Ahí, casi antes de empezar nuestro recorrido, terminó en seco, pues la cueva terminaba así como así, en una pared de piedra azul, fría, seca e impenetrable, lo único que encontramos fueron los restos de una fogata y unas latas de cerveza vacías.
-Te dije güey, que no había ni madres, dijo Ángel el tono burlón.
-Pues sí, nada…
Todavía buscaba yo alguna piedra suelta o alguna especie de palanca oculta que nos llevara a alguna aventura increíble, pero no había nada, quienes quisieron cavar ese túnel se encontraron con ese muro impenetrable y decidieron no seguir, y dejaron el agujero ahí, así nomás.
-Está loco Ponchito-, les dije con desencanto… -vámonos, porque nos agarra la noche, ya se está poniendo el sol.
Cuando pardea, en el desierto las cosas parecen ponerse todas del mismo color, del color de la tierra blanca, las plantas las piedras y todo se ve igual, así que es muy difícil diferenciar una piedra de un cactus, sin embargo, la oscuridad no es suficiente como para encender la lámpara, pues es exactamente la transición entre el día y la noche.
Al salir de la mina y empezar a andar, un poco apurados y todos ya más callados, por miedo a que nos agarrara la noche en pleno desierto, perdí el equilibrio y pisé una perrilla.
Las perrillas son una variedad de cactus pequeños que crecen casi al ras del suelo y que tienen unas espinas largas, duras y blancas, cuya textura está diseñada con una tipo de escamas, de tal manera que, una vez enterradas, es muy difícil quitarlas.
Pero, para mi desgracia, la característica más especial de estas espinas es que perforan fácilmente la suela de cualquier calzado no diseñado para estos terrenos.
Por fin entendí por que la mayoría de la gente del lugar usa botas con gruesas suelas de cuero duro… y me costó mucho dolor la lección, pues tres de estas espinas habían perforado la suela de uno de mis tenis y se habían encajado exactamente en el centro de la planta de mi pie.
Después de lanzar un grito de dolor, empecé a cojear sin poder apoyar en el suelo, ¡Dios mío, cómo dolía aquello, nunca pude haberlo imaginado!, me senté como pude y vi el daño.
Todos alarmados estaban a mi alrededor y me veían también con cara de dolor, lo más difícil de todo era que la dichos “perrilla” no se podía jalar y ya, pues culquiera que lo hiciera quedaría igual de espinado que yo.
Ricardo tomó la punta de su bastón y trató de retirarla.
-Pérate, perate, pérate…- le decia yo con sudor frío en la frente, mientras él trataba de hacer palanca con la misma suela de mi tenis para desprender la aguerrida cactácea.
Por fin se escuchó un chasquido y pequeña bola de espinas blancas salió volando.
Las puntas se habían quebrado, y seguían encajadas en mi suela y en mi pie.
-Ya valio…- dijo Édgar, y ya se está poniendo el sol.
-A ver, voy a tratar de apoyar, aunque sea un poco, y me voy ayudando del bastón-, les dije.
Lo intenté, pero simplemente con rozar la punta del tenis en el suelo el dolor me hacía gritar y volver a caer.
-¿Sabes que?, que unos se vayan con la linterna para que le avisen a mi tío Cosme y venga por nosotros en la camioneta, yo me quedo aquí a esperarlos, porque siento que se me está hinchando el pie.
-Si quieren yo voy- Dijo Iván, que por ser el más joven, era el más asustado.
-Yo voy con él, dijo Cosme, ahí nos vamos despacito.
-No tan despacito, güey… hay muchos coyotes en la noche, les dije, apúrenle.
Los cinco que nos quedamos los vimos partir, perfilados por la luz de un majestuoso atardecer.
El cielo limpio en un degradado naranja era de lo más hermoso, pero poco duradero. Paulatinamente las sombras se empezaron a apoderar de todo hasta el punto en el que era difícil reconocer nuestros propios rostros.
Ahí, sentados en el suelo, a unos veinte metros de la entrada de la cueva, los cinco niños charlábamos, yo había logrado quitarme el tenis, las tres espinas siguieron en mi pie hinchado, imposibles de arrancar.
-Una vez me platicó Papá Chuy, decía Ricardo, que por aquí cerca, en el camino que va a dar a las labores, se le apareció algo como un costal.
-No platiques eso ahorita, ¿no estás viendo cómo estamos?, dijo Álder en tono de broma, pero con una velada intención de súplica.
-Dice que venía en el caballo de la labor, pero que se le había hecho de noche, y que vio en medio del camino algo como un costal, que se movía, como retorciéndose.
-¿Y luego?-, le pregunté intrigado.
-Y luego pues que vio como una lumbre y que sintió una presencia en la espalda, y que todos los cabellos de la nuca se le pusieron de punta, entonces al caballo se le erizó la crin y dio un relincho, dice que estuvo a punto de caerse, pero se agarró a las riendas y el cuaco salió “hecho bala” rumbo al pueblo.
-¿De veras te lo contó Papá Chuy?-, le pregunté intrigado.
-Pero, ¿cómo iba a correr el caballo al pueblo, pues no dices que había un costal en medio del camino?, -dijo Ángel.
-Pues, lo brincó, o a lo mejor le sacó la vuelta.
-Naaa, yo si hubiera sido el caballo hubiera corrido para el otro lado.
-Pues sí, pero tú no eres caballo, estás más güey.
-Shhhh,- les indiqué que guardaran silencio, pues de pronto me pareció escuchar unas voces en el interior de la mina.
-¿No oyeron algo?-, les dije.
-No juegues-, dijo Edgar, que se había mantenido al margen de la conversación, con la mirada fija en el camino, esperando a que llegaran por nosotros.
-De veras… escuchen, guarden silencio.
Era como una conversación ente dos hombres de la que no se alcanzaba a entender el contenido, que de pronto fue interrumpida por el aullar de un coyote, que parecía no estar muy lejos, en las colinas cercanas, otros aullidos parecieron contestar.
-A la luz de la luna, que empezaba a brillar en un cielo atiborrado de estrellas, pude distinguir la expresión de Álder, estaba aterrorizado, a punto de romper en llantos.
-Cálmate-, le dije, los coyotes no atacan a los hombres, cazan presas pequeñas.
-¿Y tú cómo sabes?
-Pues lo leí.
-¿Y los del libro eran coyotes de aquí o eran de otro lado?
Ya no le contesté, no tenía la respuesta.
Lo que parecían voces se volvieron a escuchar, venían del interior de la mina, parecía como si dos hombres murmuraran.
-Vamos a ver-, dijo Ángel.
-¡Estás jodido!, replicó Álder, vámonos al carajo de aquí.
-Sí, vamos, dijo Édgar, quien era tan arrojado como el otro.
-Vamos los tres, dijo Ricardo, ustedes dos aquí se quedan, sólo vamos a ver qué es, bien sordeados.
-Los tres se aproximaron al boquete de la mina cautelosamente y haciendo el menor ruido posible, yo apenas veía entre la penumbra cómo las siluetas en la oscuridad alzaban las cabezas para tratar de asomarse al interior.
De pronto un resplandor amarillo salió del gigantesco hoyo e iluminó las caras de los tres, al mismo tiempo que lanzaban un grito de espanto y de sorpresa.
Rápidamente corrieron sorteando los cactus hasta llegar hasta donde estábamos nosotros, Álder me tomaba del brazo y me clavaba los dedos con fuerza en la piel, estaba como petrificado por el pánico.
-¡Vámonos!, gritó Ricardo, como pudo me levantó y hizo que lo rodeara con el brazo por el cuello, Ángel hizo lo mismo del otro lado, y como pudimos, bajamos lo más rápido posible la colina hasta llegar al camino de terracería que llevaba al pueblo.
Íbamos jadeando, no decíamos ni media palabra, sólo queríamos alejarnos lo más pronto posible de ahí.
Tal vez gracias a un sexto sentido de autoprotección, o a que nuestros ojos ya se habían acostumbrado a la luz de la luna, no pisamos ningua de esas feroces plantas cactáceas, recuerdo que, como mi abuelo en el cuento, sentía la presencia de alguien detrás de nosotros, en la oscuridad, que estaba por darnos alcance.
No nos atrevíamos a mirar hacia atrás, por miedo de descubrir algo verdaderamente aterrador, pues las historias de encarnizadas batallas en esos lugares auguraban que no rondaban espíritus muy buenos y felices por ahí.
Aunque el tramo entre la mina y la falda del cerrito, por donde pasaba el camino, no era tan largo, a nosotros nos pareció eterno, los ruidos de nuestros pasos sobre el terreno seco y empedrado se combinaba con un jadear constante y el zumbido de nuestros corazones acelerados, en nuestros oídos.
A lo lejos se alcanzaban a divisar en la oscuridad las luces de un vehículo que se aproximaba… lo que nos devolvió algo de tranquilidad, efectivamente se trataba de la camioneta pick up verde con cámper de mi tío Cosme.
Ël conducía, venía acompañado por “Papá Chuy” y mis dos primos, cuando nos vieron tan asustados hicieron a mis primos subir en la parte de atrás y a mí me hicieron un lugar en la cabina, pues necesitaba ir cómodo y bien sentado, debido a la hinchazón del pie.
-¿Y tu tenis?- Me preguntó mi tío, -¿dónde lo dejaste?
-¡Olvídese de del tenis, tío, métale la pata al acelerador, que allá arriba espantan!
Ya en casa de los abuelos, después del inevitable regaño de nuestros respectivos papás, relatamos a todos lo sucedido, en una concurrida velada alrededor de la mesa.
A mí me quitaron las espinas con unas pinzas eléctricas, de un tirón y en seco, tal vez no me dolió tanto por la hinchazón, pues ya sólo sentía una especie de hormigueo.
Mis primos aseguran haber visto una especie de resplandor en el aire, que apareció y de la misma manera se desvaneció a los pocos segundos.
-Dicen que donde aparecen esas lumbres es que hay oro enterrado-, explicó mi abuelita Lupita, a lo mejor es cierto lo que dice Ponchito.
Luego le preguntaron a Álder que si volvería a ir, ahora que, por lo sucedido, se pueda pensar que tal vez sí haya oro en la mina.
-¡Ni por todo el oro mundo!-, respondió sin titubear.

Al día siguiente mi pie amaneció mejor, los siete aventureros teníamos que repetir la historia una y otra vez a cuanto pariente nos encontrábamos, cada vez con detalles diferentes y anécdotas algo exageradas.
Yo me hice el propósito de conseguir algún detector de metales y regresar, pues seguí soñando con ese tesoro escondido del entonces propietario de la Hacienda El Potosí, pero jamás lo hice, pues los años se pasan rápido y uno crece y se olvida de aquellas cosas de chiquillos.
Ponchito ya murió, y nadie jamás pudo saber cómo es que conocía esa historia, puede ser que haya participado activamente en la Revolución, o que haya sido alguno de los caporales del hacendado, lo cierto es que algún acontecimiento mucho más fuerte que el que vimos pudo ser la causa de su demencia.
Yo, sin embargo, aún no entierro del todo aquella historia, tal vez algún día se enteren de alguien que encontró un viejo tesoro en los desiertos de Galeana… si llegase a ser así, puede que se trate de un servidor, que, tal vez, andará filmando la naturaleza por el mundo.



FIN




Foto: Mi prima Nelly, en el campanario de la parroquia de El Potosí.

lunes, 31 de enero de 2011

LOS DOS REGALOS


(Por Elizandro Arenas)


A mitad del día, el pequeño Alexis llegó a su casa, como siempre, arrastrando su gigantesca mochila con una sonrisa en el rostro, las mejillas chapeadas, y la camisa blanca del uniforme medio salida del pantalón.

Cuando el microbús que diariamente lo llevaba a casa arrancó, la mamá despidió a la señora Longoria, la chofer del transporte escolar, con un saludo de mano y un afectuoso gesto.

Alexis, un niño flacucho, pero muy sano y despierto, venía entusiasmado, pues le traía dos mensajes a su mamá por parte de su maestra.

El primero: que al día siguiente, que era viernes, se celebraría en la misma escuela la piñata de Mario Alberto, uno de sus compañeros de clase.

El segundo: que ese mismo día, pero más tarde, visitarían a los niños de una casa-hogar para llevarles juguetes, pues se acercaba la Navidad.

Pero Alexis tenía que hacer la tarea, antes de salir con su mamá al centro comercial a comprar los regalos que llevaría mañana, se quitó el uniforme y se puso ropa más cómoda, y después de comer insistió a su mamá que ya se quería ir a la juguetería.

–Tranquilo–, le dijo su mami, ya vamos, sólo espera a que recoja la cocina, si me ayudas, terminaremos antes.

El niño se esmeró llevando al fregadero todos los platos y vasos que había en la mesa, y nuevamente insistió un par de veces que se fueran a comprar los regalos.

El aire era fresco, pero el sol intenso, así que, como dicen a veces, no hacía ni frío, ni calor, estaba a gusto para que Alexis estrenara el suéter de Supermán que le habían regalado.

Cuando llegaron a la tienda, vieron todo tipo de juguetes, y mientras su mamá escogía algunos posibles regalos, el niño se divertía con todo lo que podía.

Lo que más le gustaba eran esos teclados de todos colores a los que se les oprime un botón con alguna figura o alguna letra, y hace sonidos de lo más chistosos.

Por su parte, su mamá se esmeraba en escoger el regalo de Mario Alberto, quien, al ser hijo de una familia de buena posición económica, siempre le había hecho muy buenos regalos a Alexis en sus fiestas.

Finalmente encontró una bonita patineta adornada con dibujos de todos colores, con formas de pececillos y olas del mar.

Ya se dirigían a las cajas para pagar, cuando Alexis reparó que sólo traían un obsequio.

–Mami, son dos regalos, acuérdate.

–Ay, de veras flaquito, faltó el otro regalo, y paseando su mirada por los anaqueles que estaban cercanos a la caja en la que se encontraban, vio una bolsa de canicas y se la dio a la cajera.

–Esto también, por favor, que me envuelvan los dos para regalo.

Al día siguiente, Alexis llegó a la escuela todo emocionado con sus dos regalos, por un lado la gigantesca patineta envuelta en una colorida bolsa de plástico con un moño blanco grandotote, y por el otro, la bolsa de canicas, envuelto en una linda cajita de cartón con su respectivo moño azul.

La mañana pasó y el niño se divirtió de lo lindo en la fiesta de cumpleaños, en la que hubo pastel, piñata, y hasta un show, con los payasos más populares de la ciudad, esos que salen en la televisión.

Más tarde, la diversión no fue menos, aunque los niños se sintieron un poco apenados y contrariados al ver lo humilde de las instalaciones de la casa hogar en la que albergaban a los niños que no tenían papás, disfrutaron de la compañía de éstos y de su hospitalidad.

Los anfitriones, felices recibieron sus regalos por parte de sus nuevos amiguitos, y tras unos minutos jugar y platicar, se organizó una ceremonia de agradecimiento al plantel visitante por parte de los directivos de la casa-hogar, y una tamalada en la que todos los pequeñines comieron con gran apetito.

Llegó el final de ese día tan especial, Alexis, cansado por tanta actividad, llegó a su casa y le contó a su mamá todo lo que había pasado, sin pausas y sin orden.

–¡Hubieras visto qué chistoso el payaso, a mí me sacó monedas de las orejas… y la piñata, era grandísima, de Batman… Loretta se cayó, se pegó y lloró mucho, pero no le pasó nada!

–Oye hijo, ¿y cómo te fue con los niños a los que visitaron?

–Muy bien, le entregué la patineta a un niño chinito y muy sonriente que se llama Jacinto, me dijo: ¡ay, qué regalo tan grande!

–¡Pero… qué! ¿Le entregaste la patineta al niño ese, y a Mario Alberto le diste la bolsa de canicas?, ¡pero cómo se te ocurre, qué pena con la mamá, ahorita mismo le llamo, para explicarle!

La mamá de Alexis no estaba enojada con él, los papás a veces hablan así cuando pasa algo que ellos no tenían planeado, hablan fuerte y se mueven muy rápido y hacen muchas cosas al mismo tiempo.

Rápido buscó el teléfono de Mario Alberto en la agenda, al mismo tiempo que levantaba la bocina y marcaba.

Alexis con los brazos cruzados y el seño fruncido le dijo: –pues es que… no entiendo… estoy todo confundido, ¿por qué le compramos el regalo más bonito a Mario, que tiene tantos juguetes grandotes, y dos patinetas, y por qué un regalo tan chiquito a un niño que no tiene nada, ni papás?

Al escuchar esto, su mamá se le quedó mirando, le sonrió, con una mirada llena de amor y decidió colgar, pero antes de hacerlo, escuchó la voz de la mamá de Mario Alberto que contestaba.

– ¿Diga?

–Hola, habla la mamá de Alexis, te llamo para explicarte lo del regalo de cumpleaños que le mandamos a Mario…

-Oye, ¡qué buena idea!, ¿le conoces algo a mi esposo?, a él fue a quien le encantó el regalo, al ver las canicas se puso tan feliz, que se llevó Mario al patio trasero para enseñarle a jugar, y parece que va para largo, ja ja ja, mi esposo se cree experto, dice que de niño no había quien le ganara y muere por enseñarle a Mario. Muchas gracias, hace tiempo que mi hijo y mi esposo no convivían de esa manera, ¡qué ingeniosa!

–De… nada– dijo la mamá de Alexis casi sin poder hablar, y colgó el auricular, luego miró a su hijo, y sin saber qué decir, y le dio un fuerte abrazo.

Mientras tanto, en el patio del horfanatorio un quinteto de niños hechos todos bola, se deslizaba a toda velocidad y a carcajada abierta sobre la patineta de los peces y las olas, mientras otros cinco chamacos se esmeraban por empujarlos lo más rápido posible, en la que fue una de las tardes más divertidas que habían pasado en años.





Foto: cobertura de un partido de beisbol en la Liga Pequña Linda Vista





viernes, 28 de enero de 2011

MI OSITO DORMILÓN

Ahora que vi Toy Story, me acordé de este cuentito que escribí en el 2007 para mi hija Marijose.


Por Elizandro Arenas






El osito dormilón se preguntaba, ¿por qué llevaba ya tres días boca abajo, detrás de la cama de María?



“Seguramente ha estado muy ocupada con sus tareas”, se decía, “no es normal que pase tanto tiempo sin que me extrañe… aunque, la semana pasada me olvidó en el auto y ahí me tuve que quedar hasta el día siguiente, ¡qué calor hacía ahí adentro!”.



Eran como las 10 de la mañana cuando escuchó los ruidos típicos de la mamá de María, moviendo muebles y agitando la escoba de un lado a otro, escuchó cómo se arrastraba la cama debajo de la que había caído, al fin sería rescatado.



La señora lo agarró del brazo y lo acomodó nuevamente sobre la almohada, en la cama, pues ese había sido su lugar desde que llegó a esa casa.



El osito dormilón era un muñeco con cara, manos y pies de suave peluche, y cuerpo de trapo, sus ojos eran brillantes canicas azules, y vestía un overol blanco con figuritas de colores.



El día en el que lo compraron, estaba sentado en la canasta de flores que le regalaron a la mamá de María, precisamente cuando la pequeña nació, así que el muñeco podía presumir que había estado junto a ella desde el momento en el que la entregaron a sus padres en la maternidad… y que era por eso que lo quería tanto.



Habían pasado 13 años desde entonces, y aunque con algunos remiendos, y con el overol un tanto descolorido, seguía en una pieza, y ocupando un lugar especial entre los objetos de María.



Desde hacía tiempo que notaba que las cosas estaban cambiando, la niña ya no pasaba tanto tiempo en casa, hablaba mucho por teléfono y discutía mucho con sus papás, había dejado de jugar con Ximena, su hermana menor, y pasaba horas frente a la computadora.



Esa tarde, después de ser salvado por la mamá de debajo de la cama, el osito esperó a su amiga pacientemente sentadito en la almohada, sabía que al llegar se alegraría de verlo, pues había estrado extraviado durante tres largos días.



Imaginaba la escena al momento de su llegada: le diría “¡aquí estás Osito Dormilón, ya estaba preocupada, te busqué por todos lados y no te encontraba!”, lo abrazaría y se dormiría con él, como lo hacía todas las noches.



Pasaron las horas y por fin llegó… hablaba mucho y muy rápido, anduvo por la casa de un cuarto a otro, luego, cuando se estuvo quieta por fin, se quedó en el cuarto de la tele, viendo una película musical que había rentado, y no llego hasta su habitación hasta ya muy entrada la noche.



Modorra, porque se había quedado dormida frente al televisor, llegó a la cama, quitó el cobertor y al hacerlo, el osito volvió a quedar atrapado entre el colchón y la pared. Ella ni siquiera lo vio, pues estaba prácticamente dormida.



Ahí se quedó el osito, de cara al frío muro, muy triste, pensando qué había pasado para que su amiga de toda la vida ya no lo quisiera; de sus ojitos salieron lágrimas de bolitas de unicel, pues se lamentaba de su desgracia, ahora era un peluche olvidado.



Mientras lloraba, recordó los momentos felices que vivió con María, las tardes enteras en que hizo de comadrita de las muñecas, tomando el té; la infinidad de veces en que fue el alumno ejemplar en las clases imaginarias de la estricta maestra. Tantas ocasiones en las que, después de una travesura, la pequeña corría hecha un mar de lágrimas y se refugiaba en él, en su osito dormilón, y le platicaba sus penas; recordaba en cuántas fotos había aparecido, siempre en los brazos de su amiga, pues eran inseparables, y pensaba en todos los viajes a los que la había acompañado, pues sabía que sin él, nunca podría a conciliar el sueño.



Al tercer día, cuando la mamá volvió a mover los muebles para hacer el aseo, lo volvió a encontrar, pero en lugar de acomodarlo en la almohada de María, como debía de ser, lo puso en la repisa, sobre el peinador de la niña, en la que estaban todos los demás peluches… de un día para otro, el juguete consentido había pasado a ser un muñeco más.



El tiempo pasó y María ni siquiera se percató de que no estaba, actuaba raro, había pegado un póster en la pared de un cantante muy guapo, quitó el cobertor de princesas y lo cambió por uno en tonos amarillos intensos y verdes, al igual que toda la decoración del dormitorio.



Hablaba con su hermana menor de chicos, de las diferencias que tenía con amigas, de maestros insoportables, y de que nadie en el mundo la entendía, mientras la otra la escuchaba sin mucho interés, pues al mismo tiempo jugaba en voz baja con dos muñecas en las manos.



Los días se hicieron meses, y los meses, años, María pronto cumpliría 15, lo que era para la familia un gran acontecimiento, había que hacer más espacio en el cuarto, pues la mayoría de los espacios estaban ocupados por libros de texto, discos compactos, mucha ropa y una estrafalaria variedad de accesorios de belleza.



Cierta tarde, la mamá de María llegó a la habitación con una gran bolsa negra en sus manos y empezó a poner dentro de ésta todos los muñecos de peluche que quedaban en la repisa, horrorizado, el osito veía cómo uno a uno desaparecían todos sus compañeros en el fondo de la negra bolsa, cuando llegó su turno, y después de que cayó adentro, sintiendo una gran oscuridad a su alrededor, una voz salvadora llegó desde lejos.



En ese momento entró María al cuarto -¿qué haces mamá?

-Voy a regalarle a tus primas todos estos muñecos, son demasiados, y ocupan mucho espacio, no tengo dónde acomodar tus cosméticos y tus perfumes.

-¿Todos, también mi osito dormilón?... ¡no, mi osito dormilón no lo regales!- dijo, se acercó a la bolsa y lo buscó hasta encontrarlo, lo sacó y lo abrazó muy fuerte.

-¡Claro que no,- le dijo mientras lo apretaba contra su cara -a ti nadie te va a llevar a ningún lado, ¿entendiste?

Le dio un beso en la nariz y lo volvió a colocar en su cama, donde había estado durante tantos años.

Ese día osito se sintió el muñeco más feliz de cuanta juguetería existiera, sin embargo, las cosas no cambiaron mucho, aunque estaba de nuevo en su lugar, María ya no dormía con él, pasó a ser un adorno más en el cuarto de su amiga, quien entraba y salía, hablando de tareas, exámenes, fiestas, amigas, y artistas de moda, sin hacerle mucho caso.

Ya nadie jugaba con él, nadie lo abrazaba, ni lo incluía en sus juegos, pensaba que tal vez la hermana menor podría adoptarlo, pero no era así, Ximena entraba ya a los 11 años, y ella siempre había tenido a su muñeco preferido, por lo que sintió que su presencia en la casa ya no era importante.



Una mañana de verano, cuando el sol brillaba en el poniente y entraba una brisa cálida por la ventana, escuchó desde su almohada un gran alboroto desde la sala, los papás de María hablaban de una gran noticia, estaban felices por algo que el osito no alcanzaba a escuchar… ¿qué era lo que los emocionaba tanto?



De pronto escuchó también la voz de su entrañable amiga, quien llegaba de la secundaria… al parecer la gran noticia no la había hecho tan feliz, pues gritaba en un tono que indicaba que estaba a punto de llorar, los papás de ella también levantaron la voz, y, como acostumbraba hacerlo últimamente, corrió a su cuarto y cerró la puerta de un golpe.

Después de que se sentó el la cama y empezó a sollozar, se dio cuenta que su osito estaba a su lado, lo tomó entre sus brazos para que la consolara, y como cuando era niña, le empezó a platicar sus penas.



-Osito, mis papás van a tener un bebé… ¿te das cuenta? ¡Un bebé, a estas alturas!... sí, ya sé que debería de estar contenta con la llegada de un hermanito… pero, todo es tan tranquilo, y las cosas marchan tan bien, que un bebé en esta casa, con pañales, biberones, y todo tipo de juguetes va a hacer que todo se ponga de cabeza… no, osito, no quiero ser egoísta… pero estoy segura de que mis papás en lugar de estar pensando en mi fiesta de 15 años, ahora van a poner toda su atención en ese bebé… te lo digo porque así le pasó a Martha, mi amiga del colegio, luego ya ni caso le hacían. Osito, no sé qué pensar, estoy muy confundida… muy confundida.

Para cuando terminó de hablar, ya estaba acostada con su muñeco en brazos, y así, sollozando, se quedó profundamente dormida.

El osito sintió el calor de su amiga, nuevamente su cariño y la humedad de sus lágrimas en su cuerpecito de trapo, y le ofreció lo mejor que podía, su compañía.



A partir de entonces, cada día María llegaba a la habitación con un comentario diferente, “como siempre, le dije a mi mamá y se le olvidó”, “¿otra vez a revisión médica?, ¡si acaba de ir!”, “están gastando un dineral en ropita, y a mí no me quisieron comprar los jeans que quería”…



Se notaba que no compartía la emoción de la familia, pues hasta su hermanita estaba entusiasmada con la llegada del bebé, en quien veía un nuevo compañero de juegos… para entonces le médico ya les había dicho que sería un varoncito.



El osito dormilón, pacientemente esperaba sobre la cama a que llegara un nuevo momento en el que pudiera estar cerca de su amiga, quería de alguna manera consolarla, y explicarle que pronto se daría cuenta de lo maravilloso que era tener un hermanito, y de lo feliz que sería a su lado, eso era algo que él y todos los muñecos de peluche saben, pero, como no hablan, no lo pueden compartir.



Por fin, le bebé nació, llegó a la casa envuelto en suaves cobijas celestes, con montones de maletas repletas de ropita, bolsas y cajas de regalos llenaron cada rincón de la casa y un olor a leche, talco y pañales se apoderó de todo el ambiente.



María era la última en querer cargarlo, trataba de estar el menos tiempo posible en casa, y el osito dormilón se sentía más abandonado que nunca.

Tal vez su amiga tenía razón, pues no se hablaba más que del recién nacido; de lo que tenía que comer, de sus vacunas, de los dientes que le empezaban a brotar, de las palabras inteligibles que pronunciaba, y hasta del color de su popó.



Cuando el nuevo miembro de la familia había alcanzado los seis meses de edad, una mañana, mientras la mamá de María regaba el jardín y el pequeño observaba desde su portabebé, el osito escuchó un grito agudo desde el jardín.



La madre entró corriendo a la casa y tomó el teléfono, alarmada llamó su esposo para decirle que había recibido la picadura de un bicho, al parecer un escorpión negro, y que empezaba a sentirse mal, desde la habitación el muñeco oyó cómo pedía a su esposo que le llamara a María al colegio, para que se quedara a cuidar al bebé mientras ella era atendida.



En menos de 15 minutos llegó María alarmadísima -¡qué pasó, mamá, dónde fue que te picó ese animal… tienes fiebre!



Justo detrás de ella llegó la ambulancia, y antes de que pudieran darse cuenta, ya habían puesto a su madre en una camilla y le suministraban un antídoto y medicina para bajar la fiebre… el paramédico le informó que tendrían que llevarla al hospital para mantenerla en observación por algunas horas, así que ella tendría que hacerse cargo del pequeño, mientras llegaba su padre.



Por un momento, a María se le vino el mundo encima, no sabía cómo cuidar a su hermanito, estaba sola con él, pues Ximena seguía en el colegio. No dijo nada, sólo asintió con la cabeza, mientras veía cómo se alejaba la ambulancia, paralizada en medio de la calle y con el bebé en brazos.



-Muy bien, enano, ¿ahora qué se supone que voy a hacer contigo?

Lo miró unos momentos, mientras el chiquitín trataba de jugar con uno de sus rizos.

En el transcurso de la mañana trató de entretenerlo con llaveros gigantes de plástico, cubos de esponja con cascabeles ocultos, y muñecos que recitaban el abecedario al oprimirles la panza.



El bebito estuvo tranquilo por unos momentos, pero de rato, empezó a inquietarse, y como todos los niños, rompió a llorar con gritos cada vez más fuertes y constantes.

Su hermana lo mecía y lo llevaba en brazos de un lado a otro, pero todo era inútil, no había nada que pudiera calmarlo, estaba llegando a un punto de desesperación del que no tenía conocimiento hasta entonces.



No supo cómo, pero le llegó la inspiración, se fue a la cocina, llenó un biberón de agua y le puso leche en polvo, para lo que se tardó un buen rato, pues tenía que leer las instrucciones en medio de los berridos de la creatura.

-¡Tranquilo, cálmate ya, estoy tratando de entender cómo se prepara esto, si no te dejas de mover, no voy a poder prepararte nada!

Cuando agitó la botella y puso la mamila en los labios de su hermanito, éste rápidamente la tomó entre sus manos y empezó a beber con avidez.

-Ajá, conque tenías hambre ¿no?

Ella también estaba hambrienta y agotada, se fue a su cama con el pequeñito en brazos y se recostó un rato, viendo cómo el bebé se acurrucaba en su pecho y se quedaba profundamente dormido.



Nunca se había detenido a verlo bien, era la cosa más tierna del mundo, y tanto el aroma que despedía, la suavidad de la piel y el calor que sentía al tenerlo junto a ella, la hacían sentir algo de lo más lindo.

Sintió de pronto tanto amor y tantas ganas de proteger a esa personita indefensa, que le nació del corazón darle un beso en la frente, después de esto se quedó dormida al lado de él.



El osito dormilón, que estaba junto a ellos en la cama, vio complacido la escena, y de haber sido un animalito de verdad, estaba seguro de que hubiera sonreído, pues por fin las cosas estaban mejorando.



El ruido del motor del auto de sus padres, que llegaba a casa, la despertó, mientras el bebé seguía dormido. Tratando de hacer el menor ruido lo tomó entre sus brazos y lo llevó a su cuna, donde éste siguió en sueños, al dejarlo, el chiquito dio un profundo suspiro, e inconscientemente María hizo lo mismo.



Cuando se abrió la puerta de entrada, llegó el resto de su familia, su papá, su mamá y su hermanita.

Ya todos instalados le explicaron que su padre se había ido directo al hospital, y cuando le dijeron que el peligro había pasado, trajo a mamá a casa, y en el camino de vuelta pasaron al colegio para recoger a la hermana menor.



Todos estaban calmados y tranquilos, cuando le preguntaron a María que cómo le había ido con su hermanito, ella contuvo una sonrisa y solamente contestó,-más o menos-, luego se dio la media vuelta y se fue a su cuarto.



Ya en la noche de ese día, mientras mamá y papá veían la tele en su habitación, la chica, en su recámara, tomó al osito dormilón, lo miró y le dio un fuerte abrazo, se puso de pie con él en las manos y caminó rumbo al cuarto de su hermanito.



Para su sorpresa, el bebé estaba despierto en la cuna, mirándose atentamente los pies y tratando de decirles algo, como platicando con ellos.



Cuando la vio, le dedico una dulce sonrisa y le tendió los brazos, María se acercó a él, y sin sacarlo de la cuna le empezó a hablar.



-Perdóname, por todas esas cosas feas que dije de ti, no eran ciertas, lo que pasa, es que tenía un poquito de envidia, de toda la atención que te ponían mis papás, pero ahora entiendo por qué, tú eres en estos momentos quien más la necesita… mírate, ni siquiera puedes ir al baño solo, tienes que andar para todos lados con esos pañalotes.



-Para que veas cuánto te quiero, te voy a dar un regalo muy especial, es algo que vale mucho para mí, porque ha estado conmigo desde que era una bebé como tú, es mi osito dormilón, creo que ahora te hará más compañía a ti que a mí… ¡cuídalo mucho!...



Diciendo esto, puso al muñeco de peluche frente a su hermanito, que estaba sentado sobre su cobijita, como escuchando todo lo que le decía, y al ver al osito, lo agarró de los brazos de trapo y con la boca abierta le dio un beso en la nariz de plástico que lo llenó todo de saliva.



El osito dormilón, al recordar que María hizo exactamente lo mismo, hacía ya casi 15 años, la primera vez que lo pusieron en sus brazos, se sintió inmensamente dichoso, pues supo que a partir de ese momento, iniciaría una vez más una gran amistad, que duraría por muchos… muchos años más…



Pero lo que no sabía, y que descubriría muchos años más tarde, era que, sin importar lo que sucediera, él viviría y ocuparía un lugar muy especial en el corazón de María… para siempre.



FIN



Foto: mi hija Marijose con su osito dormilón.
Nota: ahora que tiene 11 años, sigue durmiendo con él.


CIELO Y TIERRA

Cuento juvenil




Cielo y Tierra
(La historia de Ixchel y Kauil)
Por Elizandro Arenas
Hace muchísimos años, en los tiempos en los que los hijos del sol no habían llegado a nuestras tierras. Cuando los dioses de la luna, los mares y la lluvia eran venerados, existía una gran ciudad, enclavada en la selva a orillas del gran mar turquesa.
Grandes pirámides, edificios y esculturas eran testimonio de la grandeza de este lugar, donde las ciencias, la caza, la pesca, la alfarería y la agricultura eran las actividades principales de los moradores de los alrededores.
Cercanas a esta urbe, había un sinfín de aldeas, en las que vivían la mayoría de las comunidades que con su trabajo daban grandeza a la ciudad, y en una de las poblaciones más activas, vivían los mellizos Ixchel y Kauil.
Los hermanos nacieron una noche de luna llena, bajo el augurio anticipado de que en sus vidas harían grandes cosas… primero nació Ixchel, una niña que con los ojos bien abiertos manoteaba y berreaba en las manos de su madre, que la arrojó al mundo de cuclillas sobre un petate.
Kauil, por su parte, se tomó su tiempo, pasaron casi treinta minutos para que decidiera asomarse a la vida, a pesar de los desesperados y sudorosos intentos de su madre. Nació dormido y así se quedó, en los brazos de su progenitora, quien los abrazó a los dos para amamantarlos.
Crecieron junto a una familia amorosa, el padre de ellos era un hombre callado y trabajador, cuya ocupación era la de trabajar la arcilla y el barro.
Máscaras para ceremonias, ornamentos para las vestimentas decorados con concha nácar y piedras eran su especialidad, aunque también se dedicaba a la elaboración de finas piezas como jícaras, jarrones, lámparas de aceite y platos para diferentes usos.
Mientras Ixchel, después de ayudar en las labores domésticas, pasaba gran parte de su tiempo en los alrededores de la aldea, viviendo sus propias aventuras, imaginando que era un ave y que volaba por los cielos descubriendo mil maravillas por el mundo; Kauil dirigía todos sus esfuerzos a perfeccionarse en el manejo de la arcilla.
Además de practicar fabricando los artículos que su padre intercambiaba en la ciudad por alimentos y otros artículos de utilidad para el hogar, el muchacho daba rienda suelta a su creatividad inventando todo tipo de criaturas fantásticas, tortugas con cabezas de aves y patas de jaguar, serpientes con plumas y alas, sapos con garras y fauces de felino, peces con cabezas de perros y densos plumajes, todos en vivos colores que asombraban y maravillaban a quienes los veían.
Cuando los hermanos ya tenían 11 años y Kauil se preparaba para el siguiente año partir de su hogar, e ir a vivir a talleres en los que trabajaban grandes artesanos para perfeccionar el oficio, les sucedió algo que cambió para siempre sus vidas.
Apenas se asomó el sol de aquella mañana de primavera, cuando Ixchel se levantó de un salto y llamó a su hermano mellizo, Kauil, para recordarle que ese día irían a pescar.
El chico estaba por terminar una figura de arcilla en la que había estado trabajando todo el día anterior, y se quedó dormido hasta muy entrada la madrugada, dándole los últimos retoques, sin embargo, antes de pegar los ojos, tendido en su hamaca, imaginó un par de detalles más que decidió agregar al día siguiente.
Kauil pensó en que a si figura le faltaba algo imponente y extraordinario, algo que se viera poco en las criaturas de la región, que le diera un toque mítico, y tuvo el impulso de hacer varias pruebas con algo de barro, pero recordó su compromiso con su hermana, y con algo de desgano se levantó para acompañarla, como habían acordado.
Miró sus figuras unos segundos y, antes de pensarlo salió del jacal de troncos, palma y lodo en el que vivían, para ir a lavarse.
Cuando se encontró con su hermana y definieron el lugar al que irían, cargaron sobre sus espaldas desnudas las redes tejidas de fibras y algas extraídas de los estanques de los alrededores, y Kauil se enfundó su cuchillo para desollar peces, hecho con un pedazo de coral muy afilado.
Antes de partir, se amarró al cuello un amuleto hecho de barro negro cocido y con una extraña piedra roja incrustada en el centro, que le regaló su abuelo antes de morir, pues consideraba que le daba buena suerte en todas sus empresas, y atribuía a éste un valor especial.
Con el sol del amanecer y las gotas de rocío esparcidas en cada hoja de la densa selva que los rodeaba, los hermanos emprendieron el camino al Gran Río, donde Ixchel esperaba atrapar uno o dos buenos huachinangos para llevar a casa a la hora de la comida.
El sol se colaba por entre la espesa vegetación a lo largo del sendero que los llevaba a su destino, donde revoloteaba todo tipo de coloridas y exóticas aves: quetzales, tucanes y colibríes eran fuente de inspiración para las creaciones de Kauil, mientras que Ixchel, maravillada, contemplaba cómo los pájaros surcaban el cielo, y soñaba con poder volar como ellos y ver la tierra desde el cielo.
Mientras atravesaban una serie de lagunas y pantanos aledaños al río, Ixchel vio a lo lejos algo que se revolcaba entre las plantas acuáticas a la orilla de una zona empantanada.
-¡Mira Kauil!, ¿qué es eso? Se parece a una de tus figuras.
-Es una criatura del fango, decía el abuelo que en los pueblos del norte lo llaman ajolote, una vez me mostró unos grabados… pero nunca había visto uno en la realidad.
-Es como un monstruo chiquito… parece que está enredado en las plantas acuáticas.
Mientras los hermanos se acercaban para verlo mejor, en el agua, una figura enorme se acercaba sigilosamente.
Un gigantesco lagarto había visto al animalito indefenso y al parecer había decidido convertirlo en su almuerzo.
-Kauil pensó en quedarse quieto, para no atraer la atención del peligrosísimo reptil, pero Ixchel, llena de todo el ímpetu que la caracterizaba, empezó a lanzar piedras y palos para tratar de salvar al ajolote de ser devorado.
Su hermano al verla, empezó a hacer lo mismo, y ante la lluvia de proyectiles, el lagarto se vio algo molesto, ya que se dio un par de vueltas en el agua, mostrando varias veces su barriga blanca, se dio la media vuelta, y desapareció en el agua turbia, por donde había venido.
-¿Qué te pasa Ixchel, estás loca?, ¡el lagarto pudo habernos atacado!
-Se iba a comer al animalito, tenía que salvarlo.
Dijo Ixchel, mientras desenredaba como podía al raro anfibio con las manos, al ver lo difícil que era liberarlo, Kauil tomó su cuchillo y cortó las ramas y hierbas que lo apresaban, hasta que lo dejó en libertad.
Lo tenía entre sus manos y lo observaba con curiosidad, cuando de pronto el animal mordió el amuleto que llevaba el joven en el cuello, se lo arrancó y salió disparado por entre los matorrales.
-¡Hey, a dónde llevas eso, es mío!
Grito el muchacho mientras corría tras la criatura a toda prisa.
Su hermana lo siguió, y juntos se fueron internando cada vez más y más en la selva, hasta llegar a un punto en el que nunca habían estado antes.
Cuando parecía que ya habían perdido al ajolote, este reaparecía en algún lugar entre el fango del pantano, los miraba unos segundos y continuaba la carrera.
Su persecución los llevó hasta una zona de piedra caliza donde vieron como el pequeño ladrón de amuletos trepó hasta lo alto y luego desapareció entre las rocas.
Escalaron y alcanzaron a ver que saltaba en las aguas cristalinas de un río subterráneo.
Se trataba de un cenote, un lugar sagrado en el que los sacerdotes y hombres sabios realizaban ceremonias, ofrendas y sacrificios para honrar a los dioses, llamar a la lluvia en tiempos de sequía, pedir por las cosechas y ahuyentar a las plagas.
Los adolescentes, al ver que el anfibio se alejaba nadando, se miraron unos segundos, sólo los suficientes para darse a entender, sin palabras, que seguirían al animalito hasta donde éste fuera.
Su pueblo estaba ubicado en la selva cercana al mar, así que eran ambos excelentes nadadores y buceadores, por lo que no dudaron en tirarse al helado pozo para recuperar la preciada prenda.
En el fondo nadaban entre peces de todos colores, en la transparente agua a través de un sinfín de bifurcaciones, entre el sordo rumor subacuático sólo intercambiaban miradas, y les era difícil seguir al animalito que los había llevado hasta ahí, sin embargo, entre los bancos de peces aparecía y desaparecía constantemente, como queriendo llevarlos a algún lado.
De cuando en cuando los hermanos sacaban la cabeza y tomaban aire en los huecos que se formaban en las rocas blancas que formaban el cenote.
Así, llegaron a una cámara subterránea muy amplia donde, al sacar sus cabezas del agua, vieron algo que los dejó atónitos.
Sentado en una enorme silla de coral blanco, un hombre de edad avanzada, con todo tipo de ornamentas alrededor del cuello y con un penacho que parecía la cabeza de un perro con las fauces abiertas, los miraba fijamente…
Por su brazo reptaba el ajolote al que estaban siguiendo, y de la otra colgaba el amuleto de Kauil.
A su alrededor, por todos lados, cientos de ajolotes se amontonaban unos sobre otros, formando una superficie amorfa en constante movimiento, entrando y saliendo del agua.
Una luz clara y limpia venía de un lugar indeterminado, se podía ver hasta el fondo del estanque que se formaba frente a la planicie de roca blanca en la que estaba el trono del raro personaje, y en las rocas de la parte superior de la cámara se reflejaba el movimiento de las aguas en colores turquesa y azules.
El anciano, que al parecer era un importante sacerdote o algún dios, por el tipo de vestimenta que llevaba, tenía en su cuello todo tipo de collares, de distintas formas, colores y materiales, muchos desconocidos para los hermanos.
Al ver que nadie pronunciaba palabra, Ixchel dijo: -Respetable anciano, ese amuleto es de mi hermano, y queremos que nos lo regrese.
El otro, con una sonrisa mal disimulada contestó.
-Me gusta su collar, tiene poder, seguramente la muerte le teme, cada poderoso amuleto que agrego a mi cuello me da la fuerza para vencerla, estoy dispuesto a concederles cualquier deseo… a cambio de éste.
-Venerable anciano, con todo el respeto que su edad y envestidura le confiere- dijo Kauil, -quiero mi amuleto.
-Espérate-, Ixchel le dio un apretón en el brazo, -¿cualquier cosa que pidamos?
-Cualquier cosa.
-¿Quién eres?-, preguntó Kauil, que aún no estaba nada convencido de deshacerse de su amuleto.
-Que te baste con saber que soy Xolotl, hermano de Quetzalcoatl, y tengo el poder de concederles lo que me pidan.
-¡Quero tener alas!, dijo Ixchel decidida, al mismo tiempo que su hermano le dirigía una mirada de reproche…
-¡Piénsalo, Kauil, ¿no sería fantástico tener alas?, volar por todo el mundo, visitar otros pueblos, conocer lo que hay más allá del mar y las olas, alcanzar el sol…
-¿Y tú?-, preguntó Xolotl, ¿cuál es tu deseo?
En realidad Kauil nunca había deseado fervientemente algo que no tuviera, era feliz con su familia y sus padres, le encantaba lo que hacía, y no deseaba otra cosa, pronto se iría a vivir al centro de las artes, con grandes maestros, y se convertiría en un hombre, así que… ¿qué podría pedir?
Al ver que dudaba, su hermana le rogó: -Pide unas alas como las mías, así, juntos volaremos, podrás conocer otras culturas, y así podrás perfeccionar tu técnica y te convertirás en todo un artista.
-Está bien-, dijo él, ya lo tengo decidido, -quiero tener alas como mi hermana.
-Váyanse por donde vinieron, dijo el anciano, sus deseos serán realidad.
La penetrante mirada no permitía cuestionamientos, así que los dos jóvenes confiaron en su palabra y se zambulleron en el agua para nadar de regreso a casa.
Como todas las mañanas, el sol cálido del Caribe bañó los techos de palma de las viviendas del pequeño poblado, Kauil sintió el sol sobre su cara, y al tratar de levantarse, tuvo una pequeña dificultad, pues sus brazos no le sirvieron para apoyarse, en su lugar, habían crecido un par de alas gigantescas de color café claro con manchas cafés y pequeños detalles en blanco, como las de las águilas, primero se asustó, luego, cuando fue cobrando conciencia, fue recordando todo lo que vivió con su hermana el día anterior, salió fuera del jacal ante la mirada atónita de los que andaban por ahí y de pronto escuchó un grito que venía desde el cielo, allá, muy en lo alto, una figura parecida a la de una ave gigantesca atravesaba los cielos, reconoció la voz y sorprendido llegó a la conclusión de que se trataba de Ixchel.
-¡Kauil, ven, vuela, es lo máximo!
Viéndola, había olvidado por completo que también tenía alas, por unos segundos deseó volar y empezó a moverlas como si estuviera sacudiendo los brazos, sintió una gran fuerza en su espalda y pecho al hacerlo, dio unos cuatro pasos al frente, y antes de darse cuenta, estaba elevándose por encima de los árboles que rodeaban la aldea.
Primero tuvo, miedo, pero conforme tomaba confianza y se habituaba a sus nuevos miembros, una sensación embriagadora lo dominaba, la libertad que jamás había experimentado en su vida la sentía de lleno y de golpe en todo su cuerpo.
El aire cálido pegaba con fuerza en su cara y en todo su cuerpo, y mientras se elevaba, miraba hacia abajo cómo todo lo que había sido su vida, se veía tan pequeño, en un vasto universo que se extendía en un lado por el mar, y en el otro por la selva maya.
Vio de cerca a su hermana, ya en las alturas, que rebosaba de felicidad, Ixchel se lanzaba en picada al vacío y retomaba el vuelo con toda facilidad, hacía espirales y recorría grandes distancias en cosa de segundos…
Él hizo lo mismo, se bañó en el cielo transparente, sintió los vientos helados de las alturas, atravesó algunas nubes solitarias y después de unos momentos de alegría, volvió a tierra, y se posó en las blancas arenas de la playa, frente al mar.
Ixchel lo siguió, se posó a su lado, y aún jadeando, pero llena de emoción lo abrazó con sus gigantescas alas.
-¡Kauil, soy tan feliz, que quisiera llorar de alegría!
Las alas de ella no eran como las suyas, las de su hermana eran unas alas blancas y más afiladas, más bien parecidas a las de los albatros.
-¡Siempre soñé con volar, pero, hacerlo, realmente, es más, pero mucho más hermoso que todo lo que me había imaginado en mi vida!
-Sí, es realmente fabuloso, nunca pensé que las aves pudieran sentir eso, es en verdad la experiencia más emocionante de toda mi vida-, contestó él, quien aún no se acostumbraba a ver a su hermana en su nueva faceta de mujer-ave.
-Vamos, Kauil, volemos volemos lejos, quiero conocer todas esas cosas de las que hablan los grandes viajeros, quiero visitar los grandes imperios de los pueblos del norte, recorrer las planicies y ver las grandes montañas de las que hablan las leyendas.
-¡Sí, vamos Ixchel, quiero ir contigo, quiero entender y conocer el arte que hay en todos esos lugares.
Juntos volaron la mañana entera, dominando desde las alturas las espesas selvas, descubriendo desde los cielos el cauce de los grandes ríos, conociendo montañas que escupían fuego y ceniza… cuando estuvieron cansados, bajaron a una planicie rodeada de bosques, donde encontraron un manantial del que brotaba agua cristalina y pura y bebieron con avidez.
-Tengo hambre-, dijo Kauil.
-yo también-, contestó Ixchel.
Vamos a buscar comida-, dijo ella, y sin pensarlo dos veces, volvió a remontarse en los aires y empezó a volar sobre los árboles en busca de alguno que le ofreciera algún fruto, mientras Kauil la seguía.
Por fin encontraron uno del que colgaban unos dulces mangos y bajaron, la falta de pericia de ambo hizo que se estrellaran en las ramas, y entre hojas y algunos frutos que caían, tuvieron un aterrizaje algo forzoso a la sombra del árbol.
Ixchel empezó a reír, -¡qué divertido, creo que tendremos que acostumbrarnos al tamaño de estas alas!
-Preferiría que fueran retráctiles, o que se pudieran quitar u poner-, dijo Kauil también riendo.
Otro problema se les presentó de pronto, era realmente difícil recoger los frutos del suelo con las alas, Ixchel tuvo que arrodillarse, apoyarse en el suelo con sus alas semi abiertas hacia el frente y tomar uno de los mangos más maduros con sus dientes.
-El anciano nunca dijo que para tener las alas nos quedaríamos sin brazos-, comentó Kauil.
-Hermano, tú siempre le ves el lado negativo a las cosas, es cuestión de tener práctica, poco a poco nos acostumbraremos, dijo ella entre dientes, pues aún sostenía el fruto con la boca.
Como pudo tomó el fruto con el dorso de sus alas y empezó a pelarlo con los dientes, su hermano hizo lo mismo, ahí estuvieron buena parte de la tarde, hasta que devoraron varios frutos, luego siguieron su viaje bajo el sol, que tostaba sus espaldas en su vuelo salvaje hacia lo desconocido.
-Quiero ver el mundo- dijo de pronto Ixchel mientras volaban, en tono decidido, y sin más empezó a volar hacia el sol, que estaba justo sobre ellos.
Kauil la siguió, empezó a volar tras ella, pero, mientras más se alejaban de la tierra, el aire se hacía más frío y les era más difícil respirar…
-Ixchel, tengo mucho frío, siento que me ahogo, tenemos que bajar-, pero ella, en su férrea determinación siguió su asenso, hasta que casi se quedó sin aliento.
Cuando llegó tan alto, que las nubes parecían el suelo, vio a su alrededor, y se sorprendió al contemplar que su mundo era sólo una masa de tierra rodeada de agua, y a lo lejos, del otro lado del mar, le pareció ver otros mundos, luego de eso, no pudo volar más, y se desvaneció en pleno vuelo.
Kauil, que vio como desaparecía en el azul intenso del cielo, observó cómo de repente un punto se aproximaba hacia él a gran velocidad, era su hermana, que en caída libre se acercaba a lo que sería una muerte segura.
Su hermana pasó a su lado cayendo a gran velocidad con las alas extendidas, y él trató de seguirla vuelo abajo, cuando vio que no había forma de alcanzarla aleteando, pegó sus alas a su cuerpo y se lanzó en picada al vacío para seguirla.
En segundos le dio alcance, pues las alas extendidas de su hermana inconciente disminuían la velocidad de su caída.
Dominando el vértigo de tan estrepitosa carrera por el cielo, trato de pegarse a ella, y ante la imposibilidad de usar sus brazos para sostenerla, como pudo la rodeó con sus piernas por la cintura y empezó a tratar de aletear.
La velocidad era mucha, y el peso de su hermana también, lo que hacían que por más que aleteara, no pudiera retomar el vuelo, sintió que casi se le rompían las alas, pero no cejó, hasta que pronto se vio, con su hermana entre las piernas, estrellándose con las ramas de un árbol.
Cayeron heridos en el suelo boscoso, estaban cerca de la parte norte de la Sierra Madre Oriental, lugar que su gente desconocía, y del que sólo habían escuchado relatos de los viajeros exploradores y de visitantes de otros pueblos.
Ambos tenían heridas y raspones por todos lados, su hermana seguía sin recuperar el sentido, y Kauil no sentía sus extremidades.
Se quedó un rato tirado boca arriba sobre la tierra alfombrada de agujas de pino, respirando agitadamente con la boca abierta y su corazón latiendo a una velocidad enloquecedora.
Ixchel estaba mal, seguía sin recobrar el sentido y estaba mar herida, de rodillas y usando su cabez ay hombros, como pudo, Kauil la llevó a la orilla de un gigantesco tronco de pino y ahí la acomodó, Kauil lloró, de desesperación y dolor, pues las heridas causadas por la caída aún le sangraban.
Ahí se quedó junto a su hermana, hasta que anocheció, estaba exhausto y hambriento, sin embargo, el sueño lo venció y se quedó profundamente dormido.
Unos murmullos lo despertaron, se trataba de su hermana, que en medio de su sueño, deliraba.
-Allá lejos-, decía, -del otro lado del mar hay un mundo nuevo, quiero volar allá, quiero explorar esas tierras, son hermosas, bellas y llenas de misterio.
-Ixchel, despierta, estás soñando_ Kauil la sacudió con ternura usando sus alas cafés, ella despertó y lo miró con unos ojos deslumbrados, juraba que había soñado con el nuevo mundo y que estaba lleno de maravillas insospechadas.
El terror se apresó de ellos cuando, en la oscuridad se empezaron a escuchar algunos gruñidos, podrían ser lobos o tal vez otros mamíferos depredadores hambientos, que habían olido la sangre de sus heridas y querían devorarlos.
-¡Ixchel, no puedes volar, estamos a merced de las fieras!
Los dos se hicieron un ovillo y prácticamente se sepultaron entre las hojas, corteza y agujas sobre las que estaban sentados.
Así, sin moverse, esperaron hasta el amanecer llenos de miedo e incertidumbre.
Con la primera luz del día Kauil alzó el vuelo para buscar agua , le dolían los golpes de la caída y le ardían las heridas, pero al parecer, no había fracturas, a diferencia de su hermana, quien aparentemente se había fracturado una ala.
Había caído en cuenta que además de volar, se había agudizado su sentido de la vista, desde las alturas podía ver no sólo los arbustos, sino hasta las pequeñas criaturas que se movían entre éstos.
Desde allá vio lo que parecía el techo de paja de un pequeño jacal y voló hacia éste, cuando llegó se dio cuenta que no había gente en el lugar, pero sí pudo encontrar algo que le serviría de gran utilidad: un recipiente para agua hecho con el estómago de algún animal, ideal para acarrear agua.
Sin pensarlo, lo tomó entre sus dientes y alzó el vuelo, llegó hasta el riachuelo más cercano y llenó la bota con agua, para llevarle a su hermana.
Cuando llegó, ésta ya no estaba donde la había dejado… así que dejó el agua en el suelo y empezó a gritar el nombre de su hermana, temiendo que algo le hubiera pasado.
La muchacha salió de pronto de entre los matorrales, con un racimo de fresas silvestres entre sus dientes.
-Esto de hacer todo con la boca es algo a lo que tendré que acostumbrarme-, dijo ella, mientras dejaba las frutas en el suelo.
De dos saltos su hermano llegó hasta ella y la rodeó con sus alas.-¡Ixchel, pensé que te había pasado algo, estás bien!
-Claro que estoy bien-, le dijo ella, -mientras empezaba a arrancar las frutas con su boca directamente de las ramas, esta ala me duele, pero pronto sanará y podremos ir al otro lado del mar.
La chica parecía extrañamente animada, al parecer no se daba cuenta de la situación que acababan de pasar, y sólo pensaba en sus sueños de aventura.
Esto enfureció al muchacho.
-¡Pero qué es lo que te pasa, estuvimos a punto de morir, estamos aquí sin comida, sin techo, y tú en lo único que piensas es en seguir con tus inútiles aventuras!
-Pero Kauil, ¿por qué te preocupas?, aquí hay comida, en todos lados hay comida, tenemos alas para llegar a ella, tenemos alas para volar y encontrar ríos y lagos para beber, y nuestras alas nos dan cobijo sobre cualquier árbol, en unos días sanaré y nos iremos de aquí.
-Pues yo quiero volver a casa, me duele todo el cuerpo, por salvarte la vida, extraño a mis padres y quiero estar otra vez con mi gente.
-Pero kauil, tenemos toda la vida para eso, ¿no te das cuenta que ahora tenemos frente a nosotros un horizonte de posibilidades infinitas, podemos hacer lo que queramos, ir a donde queramos ¡somos libres!
-Yo siempre he sido libre, y lo que quiero es volver a casa.
Tras decir esto, Kauil se alejó caminando entre los pinos.
-¿A dónde vas?-, preguntó Ixchel.
-Sígueme-, le contestó en tono molesto, -cerca de aquí encontré una vivienda que nos puede servir de refugio.
La pequeña e improvisada choza parecía ser un paradero temporal de las tribus nómadas que habitaban la zona, pero era suficiente para que los hermanos se sintieran protegidos y a salvo.
Transcurrieron algunos días en los que los hermanos se alimentaban de los frutos silvestres de la región, incluso probaron algunas semillas y raícas, y en el caso de Kauil, hasta algunos insectos, que aunque algo amargos, eran bastante nutritivos y llenos de energía y fibra.
La capacidad de recuperación de Ixchel era increíble, cada día estaba más fuerta y sabía que pronto podría alcanzar el cielo nuevamente, por su parte, su hermano parecía sentirse a gusto permaneciendo en un sólo lugar, y hasta siguiendo ciertas rutinas.
Después de dejar su enojo atrás, y de platicar por largas horas en su refugio, acordaron que lo mejor sería volver a casa, decisión con la que Kauil se quedó muy conforme, pues era la primera vez que su hermana dejaba de hacer su voluntad para complacerlo.
Dos días después, con el primer rayo de sol, los hermanos desplegaron sus alas y alzaron el vuelo, solo sabían que volando siguiendo la orilla del mar, por donde sale el sol, llegarían a casa, pues era la ruta más segura que habían tomado los grandes aventureros, quienes habían emprendido viajes que duraban hasta años para llevar noticias de las tierras y pueblos lejanos.
Cuando reconocieron las aguas del mar turquesa, Ixchel descendió súbitamente, y aterrizó en la blanca arena de la playa.
-tengo hambre, dijo, podríamos intentar cazar algunos cangrejos.
A Kauil le pareció una buena idea, sin embargo, sin redes, lanzas, y sobre todo, sin manos, la tarea parecía más que complicada.
Se la pasaron parte de la tarde correteando cangrejos en la arena sin tener mucho éxito.
No hubo mucha comida, pero sí muchas risas y diversión, era bueno pensar que aún eran casi niños, y que a pesar de todos los retos que habían enfrentado, seguían conservando la alegría de la edad.
Por fin, se pusieron de acuerdo, armaron una especie de trampa haciendo un círculo alto de rocas, como una especie de corral, en el que entre los dos acorralarían a los crustáceos hasta meterlos en éste.
Así lo hicieron, y por fin, cuando tuvieron el primero dentro del cerco, Ixchel no dudó en darle un fuerte pisotón en la coraza evitando las tenazas.
Las plantas de los pies de todos los de su pueblo eran duras, ya que pasaban todo el tiempo descalzos, por lo que desde la infancia se les formaba una gruesa costra que les permitía pisar cualquier cosa sin siquiera sentirla.
Su vestimenta se concretaba a un taparrabos y de vez en cuando algunos adornos colgando del cuello, así que no fue problema para ellos, ya perfeccionando la técnica de caza, matar varios cangrejos más a pisotones.
Comieron con avidez la carne cruda, era salada y jugosa, sobre todo la de las tenazas, que pudieron romper con los dientes.
Cuando quedaron satisfechos, se sentaron uno al lado del otro mirando hacia el océano, escuchando el rumor de las olas que acariciaban la playa.
-Es ora de irnos-, dijo Kauil, tenemos que aprovechar lo que queda del día para avanzar lo más que podamos.
-No voy a ir-, contestó Ixchel sin voltear a mirarlo, con los ojos fijos en el horizonte.
No hubo respuesta, un largo silencio siguió al comentario, así se quedaron, con el ruido de las gaviotas como fondo, que se diputaban los restos de los cangrejos a unos pasos de donde se encontraban.
-Kauil-, continuó Ixchel, -cada uno debe seguir su destino, entiendo que el tuyo es estar en nuestro pueblo, al lado de nuestros padres, pero no el mío. He soñado con esto cada día de mi vida, ahora que lo tengo, no voy a renunciar.
-¿Qué harás?-, le preguntó Kauil.
-Extender las alas, dejaré que el viento me guíe, quiero cruzar el mar, seguir el punto en el que sale en sol, guiarme con las estrellas, quiero viajar al nuevo mundo, no soportaría dos días en la aldea sabiendo que existe tanto cielo por recorrer.
-Te entiendo hermana, como tú debes de entender que en esta aventura no puedo seguirte.
-Lo entiendo, y perdóname por arrastrarte tan lejos de todo lo que quieres, a veces creo que lo que yo siento lo debe de sentir todo el mundo… explícale todo a mis papás.
Ahora fue ella la que extendió sus blancas alas y cobijó a su hermano en un cálido abrazo de despedida, luego extendió sus alas y voló sobre el mar, alejándose poco a poco hasta perderse en la línea que divide el cielo azul y el agua turquesa.
Kauil no pudo contener las lágrimas, que mezcladas con la brisa del mar corrían por su rostro, ahí, parado, con los pies hundidos en la arena.
Volvió a su hogar y fue recibido por todos con asombro, nadie había visto jamás a un joven con alas, primero hubo algo de reserva entre los vecinos, pero, cuando vieron que se trataba del mismo Kauil de siempre, se fueron poco a poco acercando hasta que, sin pensarlo, de pronto estuvo rodeado por una multitud, que escuchaba atenta su relato.
Comió como pudo del plato de cerámica en el que le sirvieron, ya estaba más acostumbrado, por su condición, a devorar los frutos directamente de los árboles y arbustos, luego, llegada la noche se fue a dormir a su hamaca, pero las plumas de sus alas se enredaron en las cuerdas de ésta, y decidió acomodarse en el suelo, como lo había hecho desde que se transformó.
Cuando despertó, apenas se asomaba el sol, miró hacia la mesita de piedra en la que trabajaba sus figuras de barro y arcilla, y lo primero que se le ocurrió fue hacer una estatuilla de su hermana…
Pero apenas lo hizo, y recordó que ya no contaba con sus hábiles manos, trato, sín embargo, de mezclar el barro con agua, pero las puntas de sus plumas le impedían batir la mezcla, cuando por fin lo logró, sus alas estaban llenas de barro, y no sabía cómo quitarlo, trato de hacer una figura sencilla, empezar por algo… un cubo, tal vez, pero al tratar, sólo conseguía figuras deformes y maltrechas sin ningún sentido.
Salió llorando de su vivienda ante la mirada atónita de algunos de sus vecinos que ya se habían levantado y salido a realizar sus actividades cotidianas, caminó casi arrastrando los pies y levantó sus alas al cielo.
-¡Quiero mis manoooos! Gritó desesperado y con arrebato levantó el vuelo y, con un aleteo más enérgico que nunca voló hasta el cenote en el que habían sido transformados.
Se tiró al agua transparente y helada para bucear hasta el lugar en el que habían encontrado al anciano, pero se topó con la aterradora sorpresa de que ya no podía nadar, sus alas y sus largas plumas, mojadas, le dificultaban moverse en el agua, no sabía cómo moverlas, y mientras hacía grandes esfuerzos por tratar de salir a la superficie, el aire de los pulmones se le iba acabando hasta casi perder el sentido.
Sintió que ya no podía más… pero antes de desvanecerse se vio rodeado por una nube de ajolotes, alcanzó a percibir que cientos de los pequeños anfibios lo jalaban con sus mandíbulas y lo empujaban a través del río subterráneo.
Sintió un golpe fuerte en el pecho... ahora estaba boca arriba escupiendo agua a borbotones, el anciano empujaba hacia abajo sobre su tórax con su bastón, una y otra vez, hasta que finalmente dejó de hacerlo, pues Kauil ya respiraba.
-¿Qué buscas aquí?- le dijo Xolotl con expresión de piedra.
El muchacho se incorporó como pudo y se arrodilló ante el anciano, en señal de respeto.
-Quiero mis manos-, le contestó aún jadeando.
-Tendrás que renunciar a tus alas.
-Ya no las quiero, me han hecho muy desgraciado.
-¿No seguías tu sueño?
-No, no era mi sueño, era el de mi hermana, ahora lo he comprendido.
-No te devolveré el amuleto, la deuda de vida de mi amigo el ajolote contigo ya la ha saldado, ¿qué tienes que darme?
Kauil bajó la mirada.
-Nada.
-Tienes un don, quiero un regalo…


*********

A la mañana siguiente, en medio de la selva maya, Kauil se despertó con el primer rayo de sol que se coló por entre la maleza, se levantó sin dificultad, y con alegría se dio cuenta que lo había hecho con la ayuda de sus brazos.
Se miró los dedos, los movió y lleno de emoción lloró de nuevo y besó una y otra vez sus manos morenas y de dedos largos y afilados.
Corrió como loco invadido por la alegría a su casa con una sola idea en la cabeza: cumplir su promesa.
Abrazó a su padre y a su madre al llegar, les tocó el rostro, comió con avidez, como hacía mucho que no lo hacía, y luego corrió al taller de su padre para sentir el barro entre sus dedos.
Pasó dos días y tres noches trabajando sobre una figura, y por fin, cuando la terminó, la contempló con orgullo.
Era Xolotl, con sus largos collares de cuentas al cuello, adornos en las orejas, y un gran penacho… y como era su costumbre, creó la imagen del extraño personaje con la cabeza de un perro.
Ese era su regalo, crear la estatuilla para que su pueblo le rindiera culto como al dios del movimiento.
Gracias a su trabajo, Kauil con el paso de los años se volvió, como su padre, en un respetado alfarero, se unió a una mujer y tuvo siete hijos, quienes, al igual que él, siempre rindieron tributo a Xolotl.
Ya en su vejez, a sus 45 años, una tarde en el que el sol parecía convertir en llamas los nubarrones del horizonte, vio en el cielo un punto que poco a poco, en medida que se acercaba, tomaba la forma de una gigantesca ave blanca.
-¡Los dioses me han concedido vida para volver a verte!-, dijo para sí mismo, mientras reconocía a su hermana, que se acercaba en vuelo majestuoso.
La tuvo frente a sí, con una sonrisa radiante, muy delgada y con las marcas de la edad en el rostro.
Nuevamente sintió las cálidas alas de su amada hermana rodeando su cuerpo, él le correspondió para darle la bienvenida, luego la llevó con tristeza en el rostro le anunció que sus padres habían muerto.
Cuando entró la vivienda de Kauil, le sorprendió ver, sobre una pequeña base de piedras la figura de una mujer alada, se trataba de ella misma, trabajada por las hábiles manos de su hermano… se quedó sin palabras ante la belleza de la estatuilla, y justo cuando iba a decir algo unas voces infantiles irrumpieron en la choza… se trataba de dos niños, que al ver sus gigantescas alas, enmudecieron, pues aunque nunca dudaron de la veracidad de las historias de su padre sobre la tía pájaro, verla frente a ellos era algo realmente impactante.
La noticia de la llegada de Ixchel corrió rápido hasta la ciudad, y pronto había una multitud frente a la casa de Kauil, que, acompañado de la que ahora era su esposa, se esmeraba por preparar un buen manjar de bienvenida para la recién llegada.
Ixchel narró frente a una gran fogata todo lo que había visto en el nuevo mundo, habló de criaturas extrañas de de gente con piel muy blanca y ojos como el cielo… también les contó sobre las razas de piel oscura y pelo rizado que vivía en espesas selvas y grandes desiertos, de los extraños inventos y de las gigantescas casas flotantes, les mostró algunos artefactos que llevaba al cuello de un material que para ellos era desconocido, duro como la piedra pero moldeable al calor, con el que se podían fabricar armas y todo tipo de artefactos.
Días después habló con los sacerdotes y ancianos de la ciudad, a los que también contó sus historias.
Vivió feliz en su pueblo algunas semanas, sin embargo, el viento señalaba para ella nuevos horizontes, nuevas aventuras… y, sin decir mucho, un día emprendió otra vez el vuelo y partió hacia lo desconocido, de un viaje del que tal vez jamás regresaría.
Kauil, por su parte, se quedó mirando cómo su hermana se alejaba, de pronto sintió a su lado el calor de su esposa y sus dos hijos, a quienes rodeó con sus brazos.
Desde el interior de su vivienda, en la penumbra los ojos llameantes de una estatuilla de barro observaban la escena; Xolotl, quien había dejado su forma humana y se había oculto en la figura para burlar eternamente a la muerte, parecía sonreír al ver que finalmente los hermanos habían encontrado sus destinos, y él había hallado el escondite perfecto.
Fin



Foto: imagen del dios Xólotl, tomada de: http://www.esacademic.com/dic.nsf/eswiki/1232756