(De la colección Crónicas de El Potosí)
Por Elizandro Arenas
Habían resultado largos los días de verano, era la tercera semana de vacaciones, que entró con los calorones de agosto.
En la casona de los abuelos, allá en el Ejido El Potosí, en Galeana, el calcinante sol no se sentía, incluso las tardes eran frescas, pues las paredes de adobe y los techos de madera recubiertos con caliche conservaban perfectamente el frío de las noches de aquella zona semidesértica.
Tendidos en los sillones de la sala estilo Malinche, con el ladrar de los perros a lo lejos y el arullo de las palomas silvestres como fondo, los primos, que nos reuníamos ahí cada verano, nos la pasábamos leyendo historietas, antes de que cayera el sol y que pudiéramos salir un rato a jugar básquetbol a las canchas de la plaza principal.
Había pilas y pilas de éstas: de Periquita, Mimín Pinguín, Fantomas, la Pequeña Lulú, Kalimán, Batú, El Libro Vaquero, Capulinita, y hasta las de El Santo.
Y es que en aquel pueblito polvoriento enclavado en la Sierra Madre Oriental, al pie del Cerro del Potosí, no llegaba muy clara la señal de televisión del único canal que se sintonizaba, así que el contacto con el mundo se concentraba en un antiquísimo radio de transistores donde se podía escuchar la AW, misma en la que los abuelos escuchaban sin falta cada día las historias de Porfirio Cadena, “El Ojo de Vidrio”.
Después de la habitual modorra de la tarde, cuando yo ya estaba hasta el copete de seguir las historias de la voluptuosa Rarotonga, con impresiones en color sepia, de Lágrimas y Risas; Aníbal tomó el balón y botándolo en el suelo de la sala, que era de cemento pulido, y que se pulía cada día con un gigantesco y pesado trapeador de petróleo, nos invitó a salir a jugar.
¡Unas retas!, era la frase mágica, con la que todos sabíamos de era momento de despavilarnos y salir a correr un rato tras el balón mientras llegaba la noche y todo se oscurecía, pues no había luz mercurial, así que para dar un paseo nocturno, era necesario esperar a que hubiera luna llena.
Mientras todos mis primos intentaban demostrar que eran mejores en el baloncesto, siempre los de Saltillo contra los de Monterrey, yo me fui a sentar un rato en las gradas de cemento frente a las canchas, ahí me encontré con Ponchito, a quien me atreví a ir a saludar.
Ponchito era un personaje como los que hay en todos los pueblos, nunca supimos dónde vivía y cómo se las arreglaba para comer, lo cierto es que era considerado por todos como el loquito del pueblo.
En su tez muy morena y agrietada por el sol y el aire seco de la región, fulguraban unos chispeantes ojos verdes claro, como el laurel, sus pestañas eran grandes y sus cejas negras y tupidas, y la mitad de su rostro era cubierto por una larga barba blanca.
Antes, cuando éramos más pequeños, cuando lo veíamos a distancia los acercábamos a él y le gritábamos “¡Ponchito barbas de chivo!”, y corríamos en desbandada.
Él salía en carrera detrás de la chiquillada, lanzando dos o tres pedradas, que nunca dieron en el blanco, tal vez, siempre a propósito.
Ponchito llevaba siempre una percudida camisa blanca y una corbata muy gruesa, sin importar lo que dictara el termómetro, que por las tardes fácil rebasaba los 40 grados centígrados, de sus manos crecían unas duras y largas uñas medio mugrosas, y sus dedos siempre estaban repletos de anillos de todos los tipos, tamaños y formas, algunos parecían de auténtica plata, mientras otros eran de plástico o alguna aleación barata. Del que más me acuerdo era del rojo, era un anillo grandote en forma de cuadro, de resina roja transparente, que no podía dejar de mirar al verlo hablar y mover sus manos con tanta viveza.
En la bolsa de la camisa llevaba una decena de plumas, también de todos los tipos, marcas colores, formas y tamaños, si tú a Ponchito le quitabas una de esas plumas, era seguro que te seguiría hasta el fin del mundo, hasta que se la devolvieras.
-¿Cómo estás Ponchito?”- era la pregunta con la que, de rigor todos empezábamos la conversación con él.
-Bien, allá con el patrón, sí con la leche… le llevé ayer… sí, la carreta, se le cayó…
Y empezaba a decir algunas frases con cierto sentido, pero finalmente de una total incoherencia.
Entre sus temas preferidos estaba siempre el de la mina:
-Allá, en la mina, el tesoro… sí… lo escondieron… de Pancho Villa… el patrón.
Decía con sus llameantes ojos verdes y sus expresivas manos, entre una sonrisa y un suspiro.
-Pero Ponchito, ya fueron muchos, y en la mina no hay nada, dicen que es un pozo que no mide más que unos metros, está muy chiquita, no es una mina, es un agujero, nada más.
-Ahí ‘sta, ahí ‘sta el oro, el hacenda’o lo escondió para que no se lo llevaran los revolucionarios, y ahí se quedó, mire, vida de Dios que sí, ‘amos, yo lo llevo, ¿ya fue usté?
-No, no he ido, pero dicen que ya han ido muchos, y que no hay nada…
-Mire mire, ¿quién dice?...
-Pues la gente, la gente dice.
-Aténgase… aténgase a lo que diga la gente, ahí ‘sta, le digo, nadie lo sacó.
-¿Entonces por qué no vas tú, Ponchito, a ver?
En sus ojos se vio de pronto una sombra, y una expresión de miedo que duró una fracción de segundo pasó como una ráfaga por su cara.
-No, yo no…
Me dijo muy serio, luego guardó silencio unos instantes.
-Ya siguen-, escuché gritar desde las canchas, era nuestro turno de jugar, así que me despedí de aquel personaje, quien efusivamente me dio la mano y me pidió para una soda.
Le di cinco pesos y me fui a jugar.
Las noches en los dormitorios, en aquella gigantesca casa eran de lo más divertidas, a los primos, todos entre los 10 y los 13 años, nos mandaban hasta los últimos cuartos, en los que olía a rastrojo y ratón y nos acostábamos de dos en dos en las antiguas camas matrimoniales con cabeceras de hierro forjado con aplicaciones en latón y aluminio.
Esa noche era un verdadero desastre, pues a Édgar, uno de los primos más incorregibles, le dio por empezar a escupir de cama a cama, de pronto en la habitación se había armado una verdadera guerra de escupitajos… las reglas del juego eran de lo más sencillas, retirar el cobertor de tu cabeza para escupir al aire, apuntando a las camas de al lado y de enfrente, tratando de estar descubierto el menos tiempo posible para evitar que te cayera algún salivazo de los contrarios.
En eso estábamos, con las carcajadas contenidas que produce estar divirtiéndote mientras realizas algo “fuera de las reglas”.
En la puerta de la habitación se dibujó, a contraluz, la silueta del abuelo, quien encendió la luz para ver lo que estaba pasando, y con todo el enojo del que sabíamos que era capaz, nos dio una santa regañada, que no pudimos ni replicar media palabra.
-¡Y se duermen y se callan todos, o ahorita mismo me los ajusticio con la cuarta!
La cuarta, mejor conocida por todos los nietos como “la cariñosa”, era un instrumento que hace la función de fuete y sirve para golpear al caballo en las ancas mientras se monta, para obligarlo a correr más deprisa.
Básicamente se trataba de una pata de cabra disecada con la pezuña perforada de lado a lado, y a través de la perforación pasaban unas tiras de cuero que luego se hacían una sola en un complicado tejido y que al final volvían a quedar sueltas.
Los tíos, en son de amenaza, decían que cuando eran niños era con este artefacto con el que los castigaban, cuando hacían alguna travesura o desobedecían las instrucciones.
Ninguno de los nietos habíamos sido jamás tocados por el abuelo, mas que para recibir mimos y cariños, pero lo conocíamos enojado, y no queríamos comprobar si lo de “la cariñosa” era verdad o no.
Ya todos bien “espichadillos”, como se decía en aquellos lugares, nos quedamos en el cuarto en silencio, viendo cómo “Papá Chuy”, así lo llamábamos, se retiraba en silencio con su paso siempre firme y lento.
Todavía nos reíamos para adentro de la travesura, y yo les dije susurrando:
-Oigan ¿y si mañana vamos a la mina?
Un silencio general que duró unos segundos, unas sonrisas pícaras, y un intercambio de miradas me confirmaron que no era tan mala idea; lo estaban pensando.
-¡Qué flojera!-, dijo Ángel, -está súper lejos y además no hay nada.
-¿Quién te dijo que no hay nada?
-Pues todos dicen
-Pues sí, pero de esos que dicen, ¿quién ha ido?
-Sí, vamos, no está tan lejos, a ver qué hay adentro-, dijo Cosme, el más pecoso de los de la primada de Saltillo.
-A lo mejor hay murciélagos-, intervino Iván, el menor de todos.
-Sí, vamos-, secundó Ricardo, hermano mayor de Cosme, era alto y moreno, pero de una eterna sonrisa franca y amable, -de quedarme aquí toda la tarde aburrido e ir, yo prefiero ir.
-Órale pues, dijo Ángel, que siempre fue el más escéptico-, comemos, luego nos vamos a la plaza, y de ahí, para la mina.
No llevamos cantimploras, ni nada, sólo una lámpara de mano y cada quien una gorra, para protegernos del sol.
Éramos siete los que nos lanzamos a la aventura, esperábamos llegar a la mina, entrar y regresar antes del anochecer.
El sol de las dos de la tarde en aquella árida zona, sin una sola nube, hacía mella en nosotros.
-Eli-, me dijo Álder, el hermano mellizo de Édgar, quien inició la guerra de salivazos el día anterior, -¡Y que nos fuéramos encontrando el tesoro que dice Ponchito!
-Estás bien zonzo-, contestó Ángel –si lo hubiera ¿no crees que ya lo habrían encontrado hace mucho?
Álder pareció no escucharlo, y siguió con su tema.
-¿Tú qué harías?
-Yo-, le dije, -pondría un laboratorio bien chingón y me dedicaría a estudiar los animales de todo el mundo, así inventaría medicinas para cada especie y pondría una súper veterinaria… o a lo mejor compraría una cámara de cine y me iría a hacer documentales de la naturaleza a África y a la India.
-Yo me compraría un trailer y me haría trailero como B. J. McKay-, me respondió.
-Yo pondría un banco, -dijo Edgar, que lo único que tenía en común con su hermano era la fecha de cumpleaños- y me haría “ricacho”, y todo el dinero lo haría más y más y más hasta tener una súper fortuna, y luego compraría todos los bancos de México.
-Pero dicen- intervino Ricardo- que si te encuentras oro, el Gobierno te lo quita, además, serían moneda antiguas, no las podríamos gastar nomás así como así.
-Pero si lo fundes y lo vendes acá por debajo del agua, podrías ir haciéndote de dinero y metiéndolo en una cuenta.
Mientras caminábamos, la situación se complicaba cada vez más con el famoso tesoro, hasta que finalmente no supimos realmente qué hacer con él. De pronto nos dimos cuenta de lo que estamos diciendo y divertidos cambiamos la conversación.
-Lo único que vamos a encontrar por ahí, a lo mejor es un pellejo de víbora o caca de murciélago,- dijo Ángel.
-Se llama guano, le corregí.
-¿Qué?
-Que se llama guano, la caca de murciélago se llama guano.
-A, pues eso, es lo único que va a haber.
Los troncos secos de la flor de la lechuguilla son unos excelentes bastones, que después de caminar un par de horas entre piedras, biznagas y gobernadoras, son bastante útiles, pues con los tobillos cansados es fácil perder pie y caer.
Todos nos fabricamos un bastón mientras avanzamos, y por fin, después de subir y bajar por un par de pequeñas colinas llegamos al pie de la mina.
Allá, lejos del pueblo, y con la luz del atardecer de frente, vimos lo imponente del desierto, sentimos su solitaria calma, el silencio era absoluto, solo el silbar de un vientecillo repentino entre los chaparros rompía con la quietud.
Desde el cerrito en el que estábamos, se dominaban a lo lejos las parcelas de los ejidatarios, quienes, para mantener a sus animales, y para consumo personal sembraban maíz y alfalfa.
Casi en todas las casas había un corral con gallinas, algunas cabras, y vacas, que eran alimentados diariamente con los forrajes traídos de estar parcelas.
Gracias a esto, las familias del pueblo tenían leche fresca, carne, siempre una gorda gallina para hacer un buen caldo, huevos, y alguno que otro becerro para las ocasiones especiales.
Las frutas se daban en el jardín, en el patio del abuelo había uvas, higos, manzanas, largos canales de agua bordeados por flores de manzanilla, y, por supuesto, tunas… muchas tunas y nopales.
-Pues órale, vamos a entrar ¿no? Dijo titubeante Iván.
Prendí la lámpara de mano y me aproximé a la boca de la cueva, ahora, y pensándolo mejor, temiendo que habitara en su interior algún coyote, víbora de cascabel o algún alacrán, que abundaban en la zona.
La entrada iniciaba con una pendiente de unos 40 grados en bajada, se veía que había sido difícil hacer aquel hoyo, pues prácticamente habían tenido que taladrar la roca para poder cavar.
Fueron escasos 10 metros los que bajamos, alumbrando, a cada paso que dábamos, las paredes y el suelo antes de avanzar, en busca de alguna alimaña venenosa.
Ahí, casi antes de empezar nuestro recorrido, terminó en seco, pues la cueva terminaba así como así, en una pared de piedra azul, fría, seca e impenetrable, lo único que encontramos fueron los restos de una fogata y unas latas de cerveza vacías.
-Te dije güey, que no había ni madres, dijo Ángel el tono burlón.
-Pues sí, nada…
Todavía buscaba yo alguna piedra suelta o alguna especie de palanca oculta que nos llevara a alguna aventura increíble, pero no había nada, quienes quisieron cavar ese túnel se encontraron con ese muro impenetrable y decidieron no seguir, y dejaron el agujero ahí, así nomás.
-Está loco Ponchito-, les dije con desencanto… -vámonos, porque nos agarra la noche, ya se está poniendo el sol.
Cuando pardea, en el desierto las cosas parecen ponerse todas del mismo color, del color de la tierra blanca, las plantas las piedras y todo se ve igual, así que es muy difícil diferenciar una piedra de un cactus, sin embargo, la oscuridad no es suficiente como para encender la lámpara, pues es exactamente la transición entre el día y la noche.
Al salir de la mina y empezar a andar, un poco apurados y todos ya más callados, por miedo a que nos agarrara la noche en pleno desierto, perdí el equilibrio y pisé una perrilla.
Las perrillas son una variedad de cactus pequeños que crecen casi al ras del suelo y que tienen unas espinas largas, duras y blancas, cuya textura está diseñada con una tipo de escamas, de tal manera que, una vez enterradas, es muy difícil quitarlas.
Pero, para mi desgracia, la característica más especial de estas espinas es que perforan fácilmente la suela de cualquier calzado no diseñado para estos terrenos.
Por fin entendí por que la mayoría de la gente del lugar usa botas con gruesas suelas de cuero duro… y me costó mucho dolor la lección, pues tres de estas espinas habían perforado la suela de uno de mis tenis y se habían encajado exactamente en el centro de la planta de mi pie.
Después de lanzar un grito de dolor, empecé a cojear sin poder apoyar en el suelo, ¡Dios mío, cómo dolía aquello, nunca pude haberlo imaginado!, me senté como pude y vi el daño.
Todos alarmados estaban a mi alrededor y me veían también con cara de dolor, lo más difícil de todo era que la dichos “perrilla” no se podía jalar y ya, pues culquiera que lo hiciera quedaría igual de espinado que yo.
Ricardo tomó la punta de su bastón y trató de retirarla.
-Pérate, perate, pérate…- le decia yo con sudor frío en la frente, mientras él trataba de hacer palanca con la misma suela de mi tenis para desprender la aguerrida cactácea.
Por fin se escuchó un chasquido y pequeña bola de espinas blancas salió volando.
Las puntas se habían quebrado, y seguían encajadas en mi suela y en mi pie.
-Ya valio…- dijo Édgar, y ya se está poniendo el sol.
-A ver, voy a tratar de apoyar, aunque sea un poco, y me voy ayudando del bastón-, les dije.
Lo intenté, pero simplemente con rozar la punta del tenis en el suelo el dolor me hacía gritar y volver a caer.
-¿Sabes que?, que unos se vayan con la linterna para que le avisen a mi tío Cosme y venga por nosotros en la camioneta, yo me quedo aquí a esperarlos, porque siento que se me está hinchando el pie.
-Si quieren yo voy- Dijo Iván, que por ser el más joven, era el más asustado.
-Yo voy con él, dijo Cosme, ahí nos vamos despacito.
-No tan despacito, güey… hay muchos coyotes en la noche, les dije, apúrenle.
Los cinco que nos quedamos los vimos partir, perfilados por la luz de un majestuoso atardecer.
El cielo limpio en un degradado naranja era de lo más hermoso, pero poco duradero. Paulatinamente las sombras se empezaron a apoderar de todo hasta el punto en el que era difícil reconocer nuestros propios rostros.
Ahí, sentados en el suelo, a unos veinte metros de la entrada de la cueva, los cinco niños charlábamos, yo había logrado quitarme el tenis, las tres espinas siguieron en mi pie hinchado, imposibles de arrancar.
-Una vez me platicó Papá Chuy, decía Ricardo, que por aquí cerca, en el camino que va a dar a las labores, se le apareció algo como un costal.
-No platiques eso ahorita, ¿no estás viendo cómo estamos?, dijo Álder en tono de broma, pero con una velada intención de súplica.
-Dice que venía en el caballo de la labor, pero que se le había hecho de noche, y que vio en medio del camino algo como un costal, que se movía, como retorciéndose.
-¿Y luego?-, le pregunté intrigado.
-Y luego pues que vio como una lumbre y que sintió una presencia en la espalda, y que todos los cabellos de la nuca se le pusieron de punta, entonces al caballo se le erizó la crin y dio un relincho, dice que estuvo a punto de caerse, pero se agarró a las riendas y el cuaco salió “hecho bala” rumbo al pueblo.
-¿De veras te lo contó Papá Chuy?-, le pregunté intrigado.
-Pero, ¿cómo iba a correr el caballo al pueblo, pues no dices que había un costal en medio del camino?, -dijo Ángel.
-Pues, lo brincó, o a lo mejor le sacó la vuelta.
-Naaa, yo si hubiera sido el caballo hubiera corrido para el otro lado.
-Pues sí, pero tú no eres caballo, estás más güey.
-Shhhh,- les indiqué que guardaran silencio, pues de pronto me pareció escuchar unas voces en el interior de la mina.
-¿No oyeron algo?-, les dije.
-No juegues-, dijo Edgar, que se había mantenido al margen de la conversación, con la mirada fija en el camino, esperando a que llegaran por nosotros.
-De veras… escuchen, guarden silencio.
Era como una conversación ente dos hombres de la que no se alcanzaba a entender el contenido, que de pronto fue interrumpida por el aullar de un coyote, que parecía no estar muy lejos, en las colinas cercanas, otros aullidos parecieron contestar.
-A la luz de la luna, que empezaba a brillar en un cielo atiborrado de estrellas, pude distinguir la expresión de Álder, estaba aterrorizado, a punto de romper en llantos.
-Cálmate-, le dije, los coyotes no atacan a los hombres, cazan presas pequeñas.
-¿Y tú cómo sabes?
-Pues lo leí.
-¿Y los del libro eran coyotes de aquí o eran de otro lado?
Ya no le contesté, no tenía la respuesta.
Lo que parecían voces se volvieron a escuchar, venían del interior de la mina, parecía como si dos hombres murmuraran.
-Vamos a ver-, dijo Ángel.
-¡Estás jodido!, replicó Álder, vámonos al carajo de aquí.
-Sí, vamos, dijo Édgar, quien era tan arrojado como el otro.
-Vamos los tres, dijo Ricardo, ustedes dos aquí se quedan, sólo vamos a ver qué es, bien sordeados.
-Los tres se aproximaron al boquete de la mina cautelosamente y haciendo el menor ruido posible, yo apenas veía entre la penumbra cómo las siluetas en la oscuridad alzaban las cabezas para tratar de asomarse al interior.
De pronto un resplandor amarillo salió del gigantesco hoyo e iluminó las caras de los tres, al mismo tiempo que lanzaban un grito de espanto y de sorpresa.
Rápidamente corrieron sorteando los cactus hasta llegar hasta donde estábamos nosotros, Álder me tomaba del brazo y me clavaba los dedos con fuerza en la piel, estaba como petrificado por el pánico.
-¡Vámonos!, gritó Ricardo, como pudo me levantó y hizo que lo rodeara con el brazo por el cuello, Ángel hizo lo mismo del otro lado, y como pudimos, bajamos lo más rápido posible la colina hasta llegar al camino de terracería que llevaba al pueblo.
Íbamos jadeando, no decíamos ni media palabra, sólo queríamos alejarnos lo más pronto posible de ahí.
Tal vez gracias a un sexto sentido de autoprotección, o a que nuestros ojos ya se habían acostumbrado a la luz de la luna, no pisamos ningua de esas feroces plantas cactáceas, recuerdo que, como mi abuelo en el cuento, sentía la presencia de alguien detrás de nosotros, en la oscuridad, que estaba por darnos alcance.
No nos atrevíamos a mirar hacia atrás, por miedo de descubrir algo verdaderamente aterrador, pues las historias de encarnizadas batallas en esos lugares auguraban que no rondaban espíritus muy buenos y felices por ahí.
Aunque el tramo entre la mina y la falda del cerrito, por donde pasaba el camino, no era tan largo, a nosotros nos pareció eterno, los ruidos de nuestros pasos sobre el terreno seco y empedrado se combinaba con un jadear constante y el zumbido de nuestros corazones acelerados, en nuestros oídos.
A lo lejos se alcanzaban a divisar en la oscuridad las luces de un vehículo que se aproximaba… lo que nos devolvió algo de tranquilidad, efectivamente se trataba de la camioneta pick up verde con cámper de mi tío Cosme.
Ël conducía, venía acompañado por “Papá Chuy” y mis dos primos, cuando nos vieron tan asustados hicieron a mis primos subir en la parte de atrás y a mí me hicieron un lugar en la cabina, pues necesitaba ir cómodo y bien sentado, debido a la hinchazón del pie.
-¿Y tu tenis?- Me preguntó mi tío, -¿dónde lo dejaste?
-¡Olvídese de del tenis, tío, métale la pata al acelerador, que allá arriba espantan!
Ya en casa de los abuelos, después del inevitable regaño de nuestros respectivos papás, relatamos a todos lo sucedido, en una concurrida velada alrededor de la mesa.
A mí me quitaron las espinas con unas pinzas eléctricas, de un tirón y en seco, tal vez no me dolió tanto por la hinchazón, pues ya sólo sentía una especie de hormigueo.
Mis primos aseguran haber visto una especie de resplandor en el aire, que apareció y de la misma manera se desvaneció a los pocos segundos.
-Dicen que donde aparecen esas lumbres es que hay oro enterrado-, explicó mi abuelita Lupita, a lo mejor es cierto lo que dice Ponchito.
Luego le preguntaron a Álder que si volvería a ir, ahora que, por lo sucedido, se pueda pensar que tal vez sí haya oro en la mina.
-¡Ni por todo el oro mundo!-, respondió sin titubear.
Al día siguiente mi pie amaneció mejor, los siete aventureros teníamos que repetir la historia una y otra vez a cuanto pariente nos encontrábamos, cada vez con detalles diferentes y anécdotas algo exageradas.
Yo me hice el propósito de conseguir algún detector de metales y regresar, pues seguí soñando con ese tesoro escondido del entonces propietario de la Hacienda El Potosí, pero jamás lo hice, pues los años se pasan rápido y uno crece y se olvida de aquellas cosas de chiquillos.
Ponchito ya murió, y nadie jamás pudo saber cómo es que conocía esa historia, puede ser que haya participado activamente en la Revolución, o que haya sido alguno de los caporales del hacendado, lo cierto es que algún acontecimiento mucho más fuerte que el que vimos pudo ser la causa de su demencia.
Yo, sin embargo, aún no entierro del todo aquella historia, tal vez algún día se enteren de alguien que encontró un viejo tesoro en los desiertos de Galeana… si llegase a ser así, puede que se trate de un servidor, que, tal vez, andará filmando la naturaleza por el mundo.
FIN
Foto: Mi prima Nelly, en el campanario de la parroquia de El Potosí.