lunes, 31 de enero de 2011

LOS DOS REGALOS


(Por Elizandro Arenas)


A mitad del día, el pequeño Alexis llegó a su casa, como siempre, arrastrando su gigantesca mochila con una sonrisa en el rostro, las mejillas chapeadas, y la camisa blanca del uniforme medio salida del pantalón.

Cuando el microbús que diariamente lo llevaba a casa arrancó, la mamá despidió a la señora Longoria, la chofer del transporte escolar, con un saludo de mano y un afectuoso gesto.

Alexis, un niño flacucho, pero muy sano y despierto, venía entusiasmado, pues le traía dos mensajes a su mamá por parte de su maestra.

El primero: que al día siguiente, que era viernes, se celebraría en la misma escuela la piñata de Mario Alberto, uno de sus compañeros de clase.

El segundo: que ese mismo día, pero más tarde, visitarían a los niños de una casa-hogar para llevarles juguetes, pues se acercaba la Navidad.

Pero Alexis tenía que hacer la tarea, antes de salir con su mamá al centro comercial a comprar los regalos que llevaría mañana, se quitó el uniforme y se puso ropa más cómoda, y después de comer insistió a su mamá que ya se quería ir a la juguetería.

–Tranquilo–, le dijo su mami, ya vamos, sólo espera a que recoja la cocina, si me ayudas, terminaremos antes.

El niño se esmeró llevando al fregadero todos los platos y vasos que había en la mesa, y nuevamente insistió un par de veces que se fueran a comprar los regalos.

El aire era fresco, pero el sol intenso, así que, como dicen a veces, no hacía ni frío, ni calor, estaba a gusto para que Alexis estrenara el suéter de Supermán que le habían regalado.

Cuando llegaron a la tienda, vieron todo tipo de juguetes, y mientras su mamá escogía algunos posibles regalos, el niño se divertía con todo lo que podía.

Lo que más le gustaba eran esos teclados de todos colores a los que se les oprime un botón con alguna figura o alguna letra, y hace sonidos de lo más chistosos.

Por su parte, su mamá se esmeraba en escoger el regalo de Mario Alberto, quien, al ser hijo de una familia de buena posición económica, siempre le había hecho muy buenos regalos a Alexis en sus fiestas.

Finalmente encontró una bonita patineta adornada con dibujos de todos colores, con formas de pececillos y olas del mar.

Ya se dirigían a las cajas para pagar, cuando Alexis reparó que sólo traían un obsequio.

–Mami, son dos regalos, acuérdate.

–Ay, de veras flaquito, faltó el otro regalo, y paseando su mirada por los anaqueles que estaban cercanos a la caja en la que se encontraban, vio una bolsa de canicas y se la dio a la cajera.

–Esto también, por favor, que me envuelvan los dos para regalo.

Al día siguiente, Alexis llegó a la escuela todo emocionado con sus dos regalos, por un lado la gigantesca patineta envuelta en una colorida bolsa de plástico con un moño blanco grandotote, y por el otro, la bolsa de canicas, envuelto en una linda cajita de cartón con su respectivo moño azul.

La mañana pasó y el niño se divirtió de lo lindo en la fiesta de cumpleaños, en la que hubo pastel, piñata, y hasta un show, con los payasos más populares de la ciudad, esos que salen en la televisión.

Más tarde, la diversión no fue menos, aunque los niños se sintieron un poco apenados y contrariados al ver lo humilde de las instalaciones de la casa hogar en la que albergaban a los niños que no tenían papás, disfrutaron de la compañía de éstos y de su hospitalidad.

Los anfitriones, felices recibieron sus regalos por parte de sus nuevos amiguitos, y tras unos minutos jugar y platicar, se organizó una ceremonia de agradecimiento al plantel visitante por parte de los directivos de la casa-hogar, y una tamalada en la que todos los pequeñines comieron con gran apetito.

Llegó el final de ese día tan especial, Alexis, cansado por tanta actividad, llegó a su casa y le contó a su mamá todo lo que había pasado, sin pausas y sin orden.

–¡Hubieras visto qué chistoso el payaso, a mí me sacó monedas de las orejas… y la piñata, era grandísima, de Batman… Loretta se cayó, se pegó y lloró mucho, pero no le pasó nada!

–Oye hijo, ¿y cómo te fue con los niños a los que visitaron?

–Muy bien, le entregué la patineta a un niño chinito y muy sonriente que se llama Jacinto, me dijo: ¡ay, qué regalo tan grande!

–¡Pero… qué! ¿Le entregaste la patineta al niño ese, y a Mario Alberto le diste la bolsa de canicas?, ¡pero cómo se te ocurre, qué pena con la mamá, ahorita mismo le llamo, para explicarle!

La mamá de Alexis no estaba enojada con él, los papás a veces hablan así cuando pasa algo que ellos no tenían planeado, hablan fuerte y se mueven muy rápido y hacen muchas cosas al mismo tiempo.

Rápido buscó el teléfono de Mario Alberto en la agenda, al mismo tiempo que levantaba la bocina y marcaba.

Alexis con los brazos cruzados y el seño fruncido le dijo: –pues es que… no entiendo… estoy todo confundido, ¿por qué le compramos el regalo más bonito a Mario, que tiene tantos juguetes grandotes, y dos patinetas, y por qué un regalo tan chiquito a un niño que no tiene nada, ni papás?

Al escuchar esto, su mamá se le quedó mirando, le sonrió, con una mirada llena de amor y decidió colgar, pero antes de hacerlo, escuchó la voz de la mamá de Mario Alberto que contestaba.

– ¿Diga?

–Hola, habla la mamá de Alexis, te llamo para explicarte lo del regalo de cumpleaños que le mandamos a Mario…

-Oye, ¡qué buena idea!, ¿le conoces algo a mi esposo?, a él fue a quien le encantó el regalo, al ver las canicas se puso tan feliz, que se llevó Mario al patio trasero para enseñarle a jugar, y parece que va para largo, ja ja ja, mi esposo se cree experto, dice que de niño no había quien le ganara y muere por enseñarle a Mario. Muchas gracias, hace tiempo que mi hijo y mi esposo no convivían de esa manera, ¡qué ingeniosa!

–De… nada– dijo la mamá de Alexis casi sin poder hablar, y colgó el auricular, luego miró a su hijo, y sin saber qué decir, y le dio un fuerte abrazo.

Mientras tanto, en el patio del horfanatorio un quinteto de niños hechos todos bola, se deslizaba a toda velocidad y a carcajada abierta sobre la patineta de los peces y las olas, mientras otros cinco chamacos se esmeraban por empujarlos lo más rápido posible, en la que fue una de las tardes más divertidas que habían pasado en años.





Foto: cobertura de un partido de beisbol en la Liga Pequña Linda Vista





viernes, 28 de enero de 2011

MI OSITO DORMILÓN

Ahora que vi Toy Story, me acordé de este cuentito que escribí en el 2007 para mi hija Marijose.


Por Elizandro Arenas






El osito dormilón se preguntaba, ¿por qué llevaba ya tres días boca abajo, detrás de la cama de María?



“Seguramente ha estado muy ocupada con sus tareas”, se decía, “no es normal que pase tanto tiempo sin que me extrañe… aunque, la semana pasada me olvidó en el auto y ahí me tuve que quedar hasta el día siguiente, ¡qué calor hacía ahí adentro!”.



Eran como las 10 de la mañana cuando escuchó los ruidos típicos de la mamá de María, moviendo muebles y agitando la escoba de un lado a otro, escuchó cómo se arrastraba la cama debajo de la que había caído, al fin sería rescatado.



La señora lo agarró del brazo y lo acomodó nuevamente sobre la almohada, en la cama, pues ese había sido su lugar desde que llegó a esa casa.



El osito dormilón era un muñeco con cara, manos y pies de suave peluche, y cuerpo de trapo, sus ojos eran brillantes canicas azules, y vestía un overol blanco con figuritas de colores.



El día en el que lo compraron, estaba sentado en la canasta de flores que le regalaron a la mamá de María, precisamente cuando la pequeña nació, así que el muñeco podía presumir que había estado junto a ella desde el momento en el que la entregaron a sus padres en la maternidad… y que era por eso que lo quería tanto.



Habían pasado 13 años desde entonces, y aunque con algunos remiendos, y con el overol un tanto descolorido, seguía en una pieza, y ocupando un lugar especial entre los objetos de María.



Desde hacía tiempo que notaba que las cosas estaban cambiando, la niña ya no pasaba tanto tiempo en casa, hablaba mucho por teléfono y discutía mucho con sus papás, había dejado de jugar con Ximena, su hermana menor, y pasaba horas frente a la computadora.



Esa tarde, después de ser salvado por la mamá de debajo de la cama, el osito esperó a su amiga pacientemente sentadito en la almohada, sabía que al llegar se alegraría de verlo, pues había estrado extraviado durante tres largos días.



Imaginaba la escena al momento de su llegada: le diría “¡aquí estás Osito Dormilón, ya estaba preocupada, te busqué por todos lados y no te encontraba!”, lo abrazaría y se dormiría con él, como lo hacía todas las noches.



Pasaron las horas y por fin llegó… hablaba mucho y muy rápido, anduvo por la casa de un cuarto a otro, luego, cuando se estuvo quieta por fin, se quedó en el cuarto de la tele, viendo una película musical que había rentado, y no llego hasta su habitación hasta ya muy entrada la noche.



Modorra, porque se había quedado dormida frente al televisor, llegó a la cama, quitó el cobertor y al hacerlo, el osito volvió a quedar atrapado entre el colchón y la pared. Ella ni siquiera lo vio, pues estaba prácticamente dormida.



Ahí se quedó el osito, de cara al frío muro, muy triste, pensando qué había pasado para que su amiga de toda la vida ya no lo quisiera; de sus ojitos salieron lágrimas de bolitas de unicel, pues se lamentaba de su desgracia, ahora era un peluche olvidado.



Mientras lloraba, recordó los momentos felices que vivió con María, las tardes enteras en que hizo de comadrita de las muñecas, tomando el té; la infinidad de veces en que fue el alumno ejemplar en las clases imaginarias de la estricta maestra. Tantas ocasiones en las que, después de una travesura, la pequeña corría hecha un mar de lágrimas y se refugiaba en él, en su osito dormilón, y le platicaba sus penas; recordaba en cuántas fotos había aparecido, siempre en los brazos de su amiga, pues eran inseparables, y pensaba en todos los viajes a los que la había acompañado, pues sabía que sin él, nunca podría a conciliar el sueño.



Al tercer día, cuando la mamá volvió a mover los muebles para hacer el aseo, lo volvió a encontrar, pero en lugar de acomodarlo en la almohada de María, como debía de ser, lo puso en la repisa, sobre el peinador de la niña, en la que estaban todos los demás peluches… de un día para otro, el juguete consentido había pasado a ser un muñeco más.



El tiempo pasó y María ni siquiera se percató de que no estaba, actuaba raro, había pegado un póster en la pared de un cantante muy guapo, quitó el cobertor de princesas y lo cambió por uno en tonos amarillos intensos y verdes, al igual que toda la decoración del dormitorio.



Hablaba con su hermana menor de chicos, de las diferencias que tenía con amigas, de maestros insoportables, y de que nadie en el mundo la entendía, mientras la otra la escuchaba sin mucho interés, pues al mismo tiempo jugaba en voz baja con dos muñecas en las manos.



Los días se hicieron meses, y los meses, años, María pronto cumpliría 15, lo que era para la familia un gran acontecimiento, había que hacer más espacio en el cuarto, pues la mayoría de los espacios estaban ocupados por libros de texto, discos compactos, mucha ropa y una estrafalaria variedad de accesorios de belleza.



Cierta tarde, la mamá de María llegó a la habitación con una gran bolsa negra en sus manos y empezó a poner dentro de ésta todos los muñecos de peluche que quedaban en la repisa, horrorizado, el osito veía cómo uno a uno desaparecían todos sus compañeros en el fondo de la negra bolsa, cuando llegó su turno, y después de que cayó adentro, sintiendo una gran oscuridad a su alrededor, una voz salvadora llegó desde lejos.



En ese momento entró María al cuarto -¿qué haces mamá?

-Voy a regalarle a tus primas todos estos muñecos, son demasiados, y ocupan mucho espacio, no tengo dónde acomodar tus cosméticos y tus perfumes.

-¿Todos, también mi osito dormilón?... ¡no, mi osito dormilón no lo regales!- dijo, se acercó a la bolsa y lo buscó hasta encontrarlo, lo sacó y lo abrazó muy fuerte.

-¡Claro que no,- le dijo mientras lo apretaba contra su cara -a ti nadie te va a llevar a ningún lado, ¿entendiste?

Le dio un beso en la nariz y lo volvió a colocar en su cama, donde había estado durante tantos años.

Ese día osito se sintió el muñeco más feliz de cuanta juguetería existiera, sin embargo, las cosas no cambiaron mucho, aunque estaba de nuevo en su lugar, María ya no dormía con él, pasó a ser un adorno más en el cuarto de su amiga, quien entraba y salía, hablando de tareas, exámenes, fiestas, amigas, y artistas de moda, sin hacerle mucho caso.

Ya nadie jugaba con él, nadie lo abrazaba, ni lo incluía en sus juegos, pensaba que tal vez la hermana menor podría adoptarlo, pero no era así, Ximena entraba ya a los 11 años, y ella siempre había tenido a su muñeco preferido, por lo que sintió que su presencia en la casa ya no era importante.



Una mañana de verano, cuando el sol brillaba en el poniente y entraba una brisa cálida por la ventana, escuchó desde su almohada un gran alboroto desde la sala, los papás de María hablaban de una gran noticia, estaban felices por algo que el osito no alcanzaba a escuchar… ¿qué era lo que los emocionaba tanto?



De pronto escuchó también la voz de su entrañable amiga, quien llegaba de la secundaria… al parecer la gran noticia no la había hecho tan feliz, pues gritaba en un tono que indicaba que estaba a punto de llorar, los papás de ella también levantaron la voz, y, como acostumbraba hacerlo últimamente, corrió a su cuarto y cerró la puerta de un golpe.

Después de que se sentó el la cama y empezó a sollozar, se dio cuenta que su osito estaba a su lado, lo tomó entre sus brazos para que la consolara, y como cuando era niña, le empezó a platicar sus penas.



-Osito, mis papás van a tener un bebé… ¿te das cuenta? ¡Un bebé, a estas alturas!... sí, ya sé que debería de estar contenta con la llegada de un hermanito… pero, todo es tan tranquilo, y las cosas marchan tan bien, que un bebé en esta casa, con pañales, biberones, y todo tipo de juguetes va a hacer que todo se ponga de cabeza… no, osito, no quiero ser egoísta… pero estoy segura de que mis papás en lugar de estar pensando en mi fiesta de 15 años, ahora van a poner toda su atención en ese bebé… te lo digo porque así le pasó a Martha, mi amiga del colegio, luego ya ni caso le hacían. Osito, no sé qué pensar, estoy muy confundida… muy confundida.

Para cuando terminó de hablar, ya estaba acostada con su muñeco en brazos, y así, sollozando, se quedó profundamente dormida.

El osito sintió el calor de su amiga, nuevamente su cariño y la humedad de sus lágrimas en su cuerpecito de trapo, y le ofreció lo mejor que podía, su compañía.



A partir de entonces, cada día María llegaba a la habitación con un comentario diferente, “como siempre, le dije a mi mamá y se le olvidó”, “¿otra vez a revisión médica?, ¡si acaba de ir!”, “están gastando un dineral en ropita, y a mí no me quisieron comprar los jeans que quería”…



Se notaba que no compartía la emoción de la familia, pues hasta su hermanita estaba entusiasmada con la llegada del bebé, en quien veía un nuevo compañero de juegos… para entonces le médico ya les había dicho que sería un varoncito.



El osito dormilón, pacientemente esperaba sobre la cama a que llegara un nuevo momento en el que pudiera estar cerca de su amiga, quería de alguna manera consolarla, y explicarle que pronto se daría cuenta de lo maravilloso que era tener un hermanito, y de lo feliz que sería a su lado, eso era algo que él y todos los muñecos de peluche saben, pero, como no hablan, no lo pueden compartir.



Por fin, le bebé nació, llegó a la casa envuelto en suaves cobijas celestes, con montones de maletas repletas de ropita, bolsas y cajas de regalos llenaron cada rincón de la casa y un olor a leche, talco y pañales se apoderó de todo el ambiente.



María era la última en querer cargarlo, trataba de estar el menos tiempo posible en casa, y el osito dormilón se sentía más abandonado que nunca.

Tal vez su amiga tenía razón, pues no se hablaba más que del recién nacido; de lo que tenía que comer, de sus vacunas, de los dientes que le empezaban a brotar, de las palabras inteligibles que pronunciaba, y hasta del color de su popó.



Cuando el nuevo miembro de la familia había alcanzado los seis meses de edad, una mañana, mientras la mamá de María regaba el jardín y el pequeño observaba desde su portabebé, el osito escuchó un grito agudo desde el jardín.



La madre entró corriendo a la casa y tomó el teléfono, alarmada llamó su esposo para decirle que había recibido la picadura de un bicho, al parecer un escorpión negro, y que empezaba a sentirse mal, desde la habitación el muñeco oyó cómo pedía a su esposo que le llamara a María al colegio, para que se quedara a cuidar al bebé mientras ella era atendida.



En menos de 15 minutos llegó María alarmadísima -¡qué pasó, mamá, dónde fue que te picó ese animal… tienes fiebre!



Justo detrás de ella llegó la ambulancia, y antes de que pudieran darse cuenta, ya habían puesto a su madre en una camilla y le suministraban un antídoto y medicina para bajar la fiebre… el paramédico le informó que tendrían que llevarla al hospital para mantenerla en observación por algunas horas, así que ella tendría que hacerse cargo del pequeño, mientras llegaba su padre.



Por un momento, a María se le vino el mundo encima, no sabía cómo cuidar a su hermanito, estaba sola con él, pues Ximena seguía en el colegio. No dijo nada, sólo asintió con la cabeza, mientras veía cómo se alejaba la ambulancia, paralizada en medio de la calle y con el bebé en brazos.



-Muy bien, enano, ¿ahora qué se supone que voy a hacer contigo?

Lo miró unos momentos, mientras el chiquitín trataba de jugar con uno de sus rizos.

En el transcurso de la mañana trató de entretenerlo con llaveros gigantes de plástico, cubos de esponja con cascabeles ocultos, y muñecos que recitaban el abecedario al oprimirles la panza.



El bebito estuvo tranquilo por unos momentos, pero de rato, empezó a inquietarse, y como todos los niños, rompió a llorar con gritos cada vez más fuertes y constantes.

Su hermana lo mecía y lo llevaba en brazos de un lado a otro, pero todo era inútil, no había nada que pudiera calmarlo, estaba llegando a un punto de desesperación del que no tenía conocimiento hasta entonces.



No supo cómo, pero le llegó la inspiración, se fue a la cocina, llenó un biberón de agua y le puso leche en polvo, para lo que se tardó un buen rato, pues tenía que leer las instrucciones en medio de los berridos de la creatura.

-¡Tranquilo, cálmate ya, estoy tratando de entender cómo se prepara esto, si no te dejas de mover, no voy a poder prepararte nada!

Cuando agitó la botella y puso la mamila en los labios de su hermanito, éste rápidamente la tomó entre sus manos y empezó a beber con avidez.

-Ajá, conque tenías hambre ¿no?

Ella también estaba hambrienta y agotada, se fue a su cama con el pequeñito en brazos y se recostó un rato, viendo cómo el bebé se acurrucaba en su pecho y se quedaba profundamente dormido.



Nunca se había detenido a verlo bien, era la cosa más tierna del mundo, y tanto el aroma que despedía, la suavidad de la piel y el calor que sentía al tenerlo junto a ella, la hacían sentir algo de lo más lindo.

Sintió de pronto tanto amor y tantas ganas de proteger a esa personita indefensa, que le nació del corazón darle un beso en la frente, después de esto se quedó dormida al lado de él.



El osito dormilón, que estaba junto a ellos en la cama, vio complacido la escena, y de haber sido un animalito de verdad, estaba seguro de que hubiera sonreído, pues por fin las cosas estaban mejorando.



El ruido del motor del auto de sus padres, que llegaba a casa, la despertó, mientras el bebé seguía dormido. Tratando de hacer el menor ruido lo tomó entre sus brazos y lo llevó a su cuna, donde éste siguió en sueños, al dejarlo, el chiquito dio un profundo suspiro, e inconscientemente María hizo lo mismo.



Cuando se abrió la puerta de entrada, llegó el resto de su familia, su papá, su mamá y su hermanita.

Ya todos instalados le explicaron que su padre se había ido directo al hospital, y cuando le dijeron que el peligro había pasado, trajo a mamá a casa, y en el camino de vuelta pasaron al colegio para recoger a la hermana menor.



Todos estaban calmados y tranquilos, cuando le preguntaron a María que cómo le había ido con su hermanito, ella contuvo una sonrisa y solamente contestó,-más o menos-, luego se dio la media vuelta y se fue a su cuarto.



Ya en la noche de ese día, mientras mamá y papá veían la tele en su habitación, la chica, en su recámara, tomó al osito dormilón, lo miró y le dio un fuerte abrazo, se puso de pie con él en las manos y caminó rumbo al cuarto de su hermanito.



Para su sorpresa, el bebé estaba despierto en la cuna, mirándose atentamente los pies y tratando de decirles algo, como platicando con ellos.



Cuando la vio, le dedico una dulce sonrisa y le tendió los brazos, María se acercó a él, y sin sacarlo de la cuna le empezó a hablar.



-Perdóname, por todas esas cosas feas que dije de ti, no eran ciertas, lo que pasa, es que tenía un poquito de envidia, de toda la atención que te ponían mis papás, pero ahora entiendo por qué, tú eres en estos momentos quien más la necesita… mírate, ni siquiera puedes ir al baño solo, tienes que andar para todos lados con esos pañalotes.



-Para que veas cuánto te quiero, te voy a dar un regalo muy especial, es algo que vale mucho para mí, porque ha estado conmigo desde que era una bebé como tú, es mi osito dormilón, creo que ahora te hará más compañía a ti que a mí… ¡cuídalo mucho!...



Diciendo esto, puso al muñeco de peluche frente a su hermanito, que estaba sentado sobre su cobijita, como escuchando todo lo que le decía, y al ver al osito, lo agarró de los brazos de trapo y con la boca abierta le dio un beso en la nariz de plástico que lo llenó todo de saliva.



El osito dormilón, al recordar que María hizo exactamente lo mismo, hacía ya casi 15 años, la primera vez que lo pusieron en sus brazos, se sintió inmensamente dichoso, pues supo que a partir de ese momento, iniciaría una vez más una gran amistad, que duraría por muchos… muchos años más…



Pero lo que no sabía, y que descubriría muchos años más tarde, era que, sin importar lo que sucediera, él viviría y ocuparía un lugar muy especial en el corazón de María… para siempre.



FIN



Foto: mi hija Marijose con su osito dormilón.
Nota: ahora que tiene 11 años, sigue durmiendo con él.


CIELO Y TIERRA

Cuento juvenil




Cielo y Tierra
(La historia de Ixchel y Kauil)
Por Elizandro Arenas
Hace muchísimos años, en los tiempos en los que los hijos del sol no habían llegado a nuestras tierras. Cuando los dioses de la luna, los mares y la lluvia eran venerados, existía una gran ciudad, enclavada en la selva a orillas del gran mar turquesa.
Grandes pirámides, edificios y esculturas eran testimonio de la grandeza de este lugar, donde las ciencias, la caza, la pesca, la alfarería y la agricultura eran las actividades principales de los moradores de los alrededores.
Cercanas a esta urbe, había un sinfín de aldeas, en las que vivían la mayoría de las comunidades que con su trabajo daban grandeza a la ciudad, y en una de las poblaciones más activas, vivían los mellizos Ixchel y Kauil.
Los hermanos nacieron una noche de luna llena, bajo el augurio anticipado de que en sus vidas harían grandes cosas… primero nació Ixchel, una niña que con los ojos bien abiertos manoteaba y berreaba en las manos de su madre, que la arrojó al mundo de cuclillas sobre un petate.
Kauil, por su parte, se tomó su tiempo, pasaron casi treinta minutos para que decidiera asomarse a la vida, a pesar de los desesperados y sudorosos intentos de su madre. Nació dormido y así se quedó, en los brazos de su progenitora, quien los abrazó a los dos para amamantarlos.
Crecieron junto a una familia amorosa, el padre de ellos era un hombre callado y trabajador, cuya ocupación era la de trabajar la arcilla y el barro.
Máscaras para ceremonias, ornamentos para las vestimentas decorados con concha nácar y piedras eran su especialidad, aunque también se dedicaba a la elaboración de finas piezas como jícaras, jarrones, lámparas de aceite y platos para diferentes usos.
Mientras Ixchel, después de ayudar en las labores domésticas, pasaba gran parte de su tiempo en los alrededores de la aldea, viviendo sus propias aventuras, imaginando que era un ave y que volaba por los cielos descubriendo mil maravillas por el mundo; Kauil dirigía todos sus esfuerzos a perfeccionarse en el manejo de la arcilla.
Además de practicar fabricando los artículos que su padre intercambiaba en la ciudad por alimentos y otros artículos de utilidad para el hogar, el muchacho daba rienda suelta a su creatividad inventando todo tipo de criaturas fantásticas, tortugas con cabezas de aves y patas de jaguar, serpientes con plumas y alas, sapos con garras y fauces de felino, peces con cabezas de perros y densos plumajes, todos en vivos colores que asombraban y maravillaban a quienes los veían.
Cuando los hermanos ya tenían 11 años y Kauil se preparaba para el siguiente año partir de su hogar, e ir a vivir a talleres en los que trabajaban grandes artesanos para perfeccionar el oficio, les sucedió algo que cambió para siempre sus vidas.
Apenas se asomó el sol de aquella mañana de primavera, cuando Ixchel se levantó de un salto y llamó a su hermano mellizo, Kauil, para recordarle que ese día irían a pescar.
El chico estaba por terminar una figura de arcilla en la que había estado trabajando todo el día anterior, y se quedó dormido hasta muy entrada la madrugada, dándole los últimos retoques, sin embargo, antes de pegar los ojos, tendido en su hamaca, imaginó un par de detalles más que decidió agregar al día siguiente.
Kauil pensó en que a si figura le faltaba algo imponente y extraordinario, algo que se viera poco en las criaturas de la región, que le diera un toque mítico, y tuvo el impulso de hacer varias pruebas con algo de barro, pero recordó su compromiso con su hermana, y con algo de desgano se levantó para acompañarla, como habían acordado.
Miró sus figuras unos segundos y, antes de pensarlo salió del jacal de troncos, palma y lodo en el que vivían, para ir a lavarse.
Cuando se encontró con su hermana y definieron el lugar al que irían, cargaron sobre sus espaldas desnudas las redes tejidas de fibras y algas extraídas de los estanques de los alrededores, y Kauil se enfundó su cuchillo para desollar peces, hecho con un pedazo de coral muy afilado.
Antes de partir, se amarró al cuello un amuleto hecho de barro negro cocido y con una extraña piedra roja incrustada en el centro, que le regaló su abuelo antes de morir, pues consideraba que le daba buena suerte en todas sus empresas, y atribuía a éste un valor especial.
Con el sol del amanecer y las gotas de rocío esparcidas en cada hoja de la densa selva que los rodeaba, los hermanos emprendieron el camino al Gran Río, donde Ixchel esperaba atrapar uno o dos buenos huachinangos para llevar a casa a la hora de la comida.
El sol se colaba por entre la espesa vegetación a lo largo del sendero que los llevaba a su destino, donde revoloteaba todo tipo de coloridas y exóticas aves: quetzales, tucanes y colibríes eran fuente de inspiración para las creaciones de Kauil, mientras que Ixchel, maravillada, contemplaba cómo los pájaros surcaban el cielo, y soñaba con poder volar como ellos y ver la tierra desde el cielo.
Mientras atravesaban una serie de lagunas y pantanos aledaños al río, Ixchel vio a lo lejos algo que se revolcaba entre las plantas acuáticas a la orilla de una zona empantanada.
-¡Mira Kauil!, ¿qué es eso? Se parece a una de tus figuras.
-Es una criatura del fango, decía el abuelo que en los pueblos del norte lo llaman ajolote, una vez me mostró unos grabados… pero nunca había visto uno en la realidad.
-Es como un monstruo chiquito… parece que está enredado en las plantas acuáticas.
Mientras los hermanos se acercaban para verlo mejor, en el agua, una figura enorme se acercaba sigilosamente.
Un gigantesco lagarto había visto al animalito indefenso y al parecer había decidido convertirlo en su almuerzo.
-Kauil pensó en quedarse quieto, para no atraer la atención del peligrosísimo reptil, pero Ixchel, llena de todo el ímpetu que la caracterizaba, empezó a lanzar piedras y palos para tratar de salvar al ajolote de ser devorado.
Su hermano al verla, empezó a hacer lo mismo, y ante la lluvia de proyectiles, el lagarto se vio algo molesto, ya que se dio un par de vueltas en el agua, mostrando varias veces su barriga blanca, se dio la media vuelta, y desapareció en el agua turbia, por donde había venido.
-¿Qué te pasa Ixchel, estás loca?, ¡el lagarto pudo habernos atacado!
-Se iba a comer al animalito, tenía que salvarlo.
Dijo Ixchel, mientras desenredaba como podía al raro anfibio con las manos, al ver lo difícil que era liberarlo, Kauil tomó su cuchillo y cortó las ramas y hierbas que lo apresaban, hasta que lo dejó en libertad.
Lo tenía entre sus manos y lo observaba con curiosidad, cuando de pronto el animal mordió el amuleto que llevaba el joven en el cuello, se lo arrancó y salió disparado por entre los matorrales.
-¡Hey, a dónde llevas eso, es mío!
Grito el muchacho mientras corría tras la criatura a toda prisa.
Su hermana lo siguió, y juntos se fueron internando cada vez más y más en la selva, hasta llegar a un punto en el que nunca habían estado antes.
Cuando parecía que ya habían perdido al ajolote, este reaparecía en algún lugar entre el fango del pantano, los miraba unos segundos y continuaba la carrera.
Su persecución los llevó hasta una zona de piedra caliza donde vieron como el pequeño ladrón de amuletos trepó hasta lo alto y luego desapareció entre las rocas.
Escalaron y alcanzaron a ver que saltaba en las aguas cristalinas de un río subterráneo.
Se trataba de un cenote, un lugar sagrado en el que los sacerdotes y hombres sabios realizaban ceremonias, ofrendas y sacrificios para honrar a los dioses, llamar a la lluvia en tiempos de sequía, pedir por las cosechas y ahuyentar a las plagas.
Los adolescentes, al ver que el anfibio se alejaba nadando, se miraron unos segundos, sólo los suficientes para darse a entender, sin palabras, que seguirían al animalito hasta donde éste fuera.
Su pueblo estaba ubicado en la selva cercana al mar, así que eran ambos excelentes nadadores y buceadores, por lo que no dudaron en tirarse al helado pozo para recuperar la preciada prenda.
En el fondo nadaban entre peces de todos colores, en la transparente agua a través de un sinfín de bifurcaciones, entre el sordo rumor subacuático sólo intercambiaban miradas, y les era difícil seguir al animalito que los había llevado hasta ahí, sin embargo, entre los bancos de peces aparecía y desaparecía constantemente, como queriendo llevarlos a algún lado.
De cuando en cuando los hermanos sacaban la cabeza y tomaban aire en los huecos que se formaban en las rocas blancas que formaban el cenote.
Así, llegaron a una cámara subterránea muy amplia donde, al sacar sus cabezas del agua, vieron algo que los dejó atónitos.
Sentado en una enorme silla de coral blanco, un hombre de edad avanzada, con todo tipo de ornamentas alrededor del cuello y con un penacho que parecía la cabeza de un perro con las fauces abiertas, los miraba fijamente…
Por su brazo reptaba el ajolote al que estaban siguiendo, y de la otra colgaba el amuleto de Kauil.
A su alrededor, por todos lados, cientos de ajolotes se amontonaban unos sobre otros, formando una superficie amorfa en constante movimiento, entrando y saliendo del agua.
Una luz clara y limpia venía de un lugar indeterminado, se podía ver hasta el fondo del estanque que se formaba frente a la planicie de roca blanca en la que estaba el trono del raro personaje, y en las rocas de la parte superior de la cámara se reflejaba el movimiento de las aguas en colores turquesa y azules.
El anciano, que al parecer era un importante sacerdote o algún dios, por el tipo de vestimenta que llevaba, tenía en su cuello todo tipo de collares, de distintas formas, colores y materiales, muchos desconocidos para los hermanos.
Al ver que nadie pronunciaba palabra, Ixchel dijo: -Respetable anciano, ese amuleto es de mi hermano, y queremos que nos lo regrese.
El otro, con una sonrisa mal disimulada contestó.
-Me gusta su collar, tiene poder, seguramente la muerte le teme, cada poderoso amuleto que agrego a mi cuello me da la fuerza para vencerla, estoy dispuesto a concederles cualquier deseo… a cambio de éste.
-Venerable anciano, con todo el respeto que su edad y envestidura le confiere- dijo Kauil, -quiero mi amuleto.
-Espérate-, Ixchel le dio un apretón en el brazo, -¿cualquier cosa que pidamos?
-Cualquier cosa.
-¿Quién eres?-, preguntó Kauil, que aún no estaba nada convencido de deshacerse de su amuleto.
-Que te baste con saber que soy Xolotl, hermano de Quetzalcoatl, y tengo el poder de concederles lo que me pidan.
-¡Quero tener alas!, dijo Ixchel decidida, al mismo tiempo que su hermano le dirigía una mirada de reproche…
-¡Piénsalo, Kauil, ¿no sería fantástico tener alas?, volar por todo el mundo, visitar otros pueblos, conocer lo que hay más allá del mar y las olas, alcanzar el sol…
-¿Y tú?-, preguntó Xolotl, ¿cuál es tu deseo?
En realidad Kauil nunca había deseado fervientemente algo que no tuviera, era feliz con su familia y sus padres, le encantaba lo que hacía, y no deseaba otra cosa, pronto se iría a vivir al centro de las artes, con grandes maestros, y se convertiría en un hombre, así que… ¿qué podría pedir?
Al ver que dudaba, su hermana le rogó: -Pide unas alas como las mías, así, juntos volaremos, podrás conocer otras culturas, y así podrás perfeccionar tu técnica y te convertirás en todo un artista.
-Está bien-, dijo él, ya lo tengo decidido, -quiero tener alas como mi hermana.
-Váyanse por donde vinieron, dijo el anciano, sus deseos serán realidad.
La penetrante mirada no permitía cuestionamientos, así que los dos jóvenes confiaron en su palabra y se zambulleron en el agua para nadar de regreso a casa.
Como todas las mañanas, el sol cálido del Caribe bañó los techos de palma de las viviendas del pequeño poblado, Kauil sintió el sol sobre su cara, y al tratar de levantarse, tuvo una pequeña dificultad, pues sus brazos no le sirvieron para apoyarse, en su lugar, habían crecido un par de alas gigantescas de color café claro con manchas cafés y pequeños detalles en blanco, como las de las águilas, primero se asustó, luego, cuando fue cobrando conciencia, fue recordando todo lo que vivió con su hermana el día anterior, salió fuera del jacal ante la mirada atónita de los que andaban por ahí y de pronto escuchó un grito que venía desde el cielo, allá, muy en lo alto, una figura parecida a la de una ave gigantesca atravesaba los cielos, reconoció la voz y sorprendido llegó a la conclusión de que se trataba de Ixchel.
-¡Kauil, ven, vuela, es lo máximo!
Viéndola, había olvidado por completo que también tenía alas, por unos segundos deseó volar y empezó a moverlas como si estuviera sacudiendo los brazos, sintió una gran fuerza en su espalda y pecho al hacerlo, dio unos cuatro pasos al frente, y antes de darse cuenta, estaba elevándose por encima de los árboles que rodeaban la aldea.
Primero tuvo, miedo, pero conforme tomaba confianza y se habituaba a sus nuevos miembros, una sensación embriagadora lo dominaba, la libertad que jamás había experimentado en su vida la sentía de lleno y de golpe en todo su cuerpo.
El aire cálido pegaba con fuerza en su cara y en todo su cuerpo, y mientras se elevaba, miraba hacia abajo cómo todo lo que había sido su vida, se veía tan pequeño, en un vasto universo que se extendía en un lado por el mar, y en el otro por la selva maya.
Vio de cerca a su hermana, ya en las alturas, que rebosaba de felicidad, Ixchel se lanzaba en picada al vacío y retomaba el vuelo con toda facilidad, hacía espirales y recorría grandes distancias en cosa de segundos…
Él hizo lo mismo, se bañó en el cielo transparente, sintió los vientos helados de las alturas, atravesó algunas nubes solitarias y después de unos momentos de alegría, volvió a tierra, y se posó en las blancas arenas de la playa, frente al mar.
Ixchel lo siguió, se posó a su lado, y aún jadeando, pero llena de emoción lo abrazó con sus gigantescas alas.
-¡Kauil, soy tan feliz, que quisiera llorar de alegría!
Las alas de ella no eran como las suyas, las de su hermana eran unas alas blancas y más afiladas, más bien parecidas a las de los albatros.
-¡Siempre soñé con volar, pero, hacerlo, realmente, es más, pero mucho más hermoso que todo lo que me había imaginado en mi vida!
-Sí, es realmente fabuloso, nunca pensé que las aves pudieran sentir eso, es en verdad la experiencia más emocionante de toda mi vida-, contestó él, quien aún no se acostumbraba a ver a su hermana en su nueva faceta de mujer-ave.
-Vamos, Kauil, volemos volemos lejos, quiero conocer todas esas cosas de las que hablan los grandes viajeros, quiero visitar los grandes imperios de los pueblos del norte, recorrer las planicies y ver las grandes montañas de las que hablan las leyendas.
-¡Sí, vamos Ixchel, quiero ir contigo, quiero entender y conocer el arte que hay en todos esos lugares.
Juntos volaron la mañana entera, dominando desde las alturas las espesas selvas, descubriendo desde los cielos el cauce de los grandes ríos, conociendo montañas que escupían fuego y ceniza… cuando estuvieron cansados, bajaron a una planicie rodeada de bosques, donde encontraron un manantial del que brotaba agua cristalina y pura y bebieron con avidez.
-Tengo hambre-, dijo Kauil.
-yo también-, contestó Ixchel.
Vamos a buscar comida-, dijo ella, y sin pensarlo dos veces, volvió a remontarse en los aires y empezó a volar sobre los árboles en busca de alguno que le ofreciera algún fruto, mientras Kauil la seguía.
Por fin encontraron uno del que colgaban unos dulces mangos y bajaron, la falta de pericia de ambo hizo que se estrellaran en las ramas, y entre hojas y algunos frutos que caían, tuvieron un aterrizaje algo forzoso a la sombra del árbol.
Ixchel empezó a reír, -¡qué divertido, creo que tendremos que acostumbrarnos al tamaño de estas alas!
-Preferiría que fueran retráctiles, o que se pudieran quitar u poner-, dijo Kauil también riendo.
Otro problema se les presentó de pronto, era realmente difícil recoger los frutos del suelo con las alas, Ixchel tuvo que arrodillarse, apoyarse en el suelo con sus alas semi abiertas hacia el frente y tomar uno de los mangos más maduros con sus dientes.
-El anciano nunca dijo que para tener las alas nos quedaríamos sin brazos-, comentó Kauil.
-Hermano, tú siempre le ves el lado negativo a las cosas, es cuestión de tener práctica, poco a poco nos acostumbraremos, dijo ella entre dientes, pues aún sostenía el fruto con la boca.
Como pudo tomó el fruto con el dorso de sus alas y empezó a pelarlo con los dientes, su hermano hizo lo mismo, ahí estuvieron buena parte de la tarde, hasta que devoraron varios frutos, luego siguieron su viaje bajo el sol, que tostaba sus espaldas en su vuelo salvaje hacia lo desconocido.
-Quiero ver el mundo- dijo de pronto Ixchel mientras volaban, en tono decidido, y sin más empezó a volar hacia el sol, que estaba justo sobre ellos.
Kauil la siguió, empezó a volar tras ella, pero, mientras más se alejaban de la tierra, el aire se hacía más frío y les era más difícil respirar…
-Ixchel, tengo mucho frío, siento que me ahogo, tenemos que bajar-, pero ella, en su férrea determinación siguió su asenso, hasta que casi se quedó sin aliento.
Cuando llegó tan alto, que las nubes parecían el suelo, vio a su alrededor, y se sorprendió al contemplar que su mundo era sólo una masa de tierra rodeada de agua, y a lo lejos, del otro lado del mar, le pareció ver otros mundos, luego de eso, no pudo volar más, y se desvaneció en pleno vuelo.
Kauil, que vio como desaparecía en el azul intenso del cielo, observó cómo de repente un punto se aproximaba hacia él a gran velocidad, era su hermana, que en caída libre se acercaba a lo que sería una muerte segura.
Su hermana pasó a su lado cayendo a gran velocidad con las alas extendidas, y él trató de seguirla vuelo abajo, cuando vio que no había forma de alcanzarla aleteando, pegó sus alas a su cuerpo y se lanzó en picada al vacío para seguirla.
En segundos le dio alcance, pues las alas extendidas de su hermana inconciente disminuían la velocidad de su caída.
Dominando el vértigo de tan estrepitosa carrera por el cielo, trato de pegarse a ella, y ante la imposibilidad de usar sus brazos para sostenerla, como pudo la rodeó con sus piernas por la cintura y empezó a tratar de aletear.
La velocidad era mucha, y el peso de su hermana también, lo que hacían que por más que aleteara, no pudiera retomar el vuelo, sintió que casi se le rompían las alas, pero no cejó, hasta que pronto se vio, con su hermana entre las piernas, estrellándose con las ramas de un árbol.
Cayeron heridos en el suelo boscoso, estaban cerca de la parte norte de la Sierra Madre Oriental, lugar que su gente desconocía, y del que sólo habían escuchado relatos de los viajeros exploradores y de visitantes de otros pueblos.
Ambos tenían heridas y raspones por todos lados, su hermana seguía sin recuperar el sentido, y Kauil no sentía sus extremidades.
Se quedó un rato tirado boca arriba sobre la tierra alfombrada de agujas de pino, respirando agitadamente con la boca abierta y su corazón latiendo a una velocidad enloquecedora.
Ixchel estaba mal, seguía sin recobrar el sentido y estaba mar herida, de rodillas y usando su cabez ay hombros, como pudo, Kauil la llevó a la orilla de un gigantesco tronco de pino y ahí la acomodó, Kauil lloró, de desesperación y dolor, pues las heridas causadas por la caída aún le sangraban.
Ahí se quedó junto a su hermana, hasta que anocheció, estaba exhausto y hambriento, sin embargo, el sueño lo venció y se quedó profundamente dormido.
Unos murmullos lo despertaron, se trataba de su hermana, que en medio de su sueño, deliraba.
-Allá lejos-, decía, -del otro lado del mar hay un mundo nuevo, quiero volar allá, quiero explorar esas tierras, son hermosas, bellas y llenas de misterio.
-Ixchel, despierta, estás soñando_ Kauil la sacudió con ternura usando sus alas cafés, ella despertó y lo miró con unos ojos deslumbrados, juraba que había soñado con el nuevo mundo y que estaba lleno de maravillas insospechadas.
El terror se apresó de ellos cuando, en la oscuridad se empezaron a escuchar algunos gruñidos, podrían ser lobos o tal vez otros mamíferos depredadores hambientos, que habían olido la sangre de sus heridas y querían devorarlos.
-¡Ixchel, no puedes volar, estamos a merced de las fieras!
Los dos se hicieron un ovillo y prácticamente se sepultaron entre las hojas, corteza y agujas sobre las que estaban sentados.
Así, sin moverse, esperaron hasta el amanecer llenos de miedo e incertidumbre.
Con la primera luz del día Kauil alzó el vuelo para buscar agua , le dolían los golpes de la caída y le ardían las heridas, pero al parecer, no había fracturas, a diferencia de su hermana, quien aparentemente se había fracturado una ala.
Había caído en cuenta que además de volar, se había agudizado su sentido de la vista, desde las alturas podía ver no sólo los arbustos, sino hasta las pequeñas criaturas que se movían entre éstos.
Desde allá vio lo que parecía el techo de paja de un pequeño jacal y voló hacia éste, cuando llegó se dio cuenta que no había gente en el lugar, pero sí pudo encontrar algo que le serviría de gran utilidad: un recipiente para agua hecho con el estómago de algún animal, ideal para acarrear agua.
Sin pensarlo, lo tomó entre sus dientes y alzó el vuelo, llegó hasta el riachuelo más cercano y llenó la bota con agua, para llevarle a su hermana.
Cuando llegó, ésta ya no estaba donde la había dejado… así que dejó el agua en el suelo y empezó a gritar el nombre de su hermana, temiendo que algo le hubiera pasado.
La muchacha salió de pronto de entre los matorrales, con un racimo de fresas silvestres entre sus dientes.
-Esto de hacer todo con la boca es algo a lo que tendré que acostumbrarme-, dijo ella, mientras dejaba las frutas en el suelo.
De dos saltos su hermano llegó hasta ella y la rodeó con sus alas.-¡Ixchel, pensé que te había pasado algo, estás bien!
-Claro que estoy bien-, le dijo ella, -mientras empezaba a arrancar las frutas con su boca directamente de las ramas, esta ala me duele, pero pronto sanará y podremos ir al otro lado del mar.
La chica parecía extrañamente animada, al parecer no se daba cuenta de la situación que acababan de pasar, y sólo pensaba en sus sueños de aventura.
Esto enfureció al muchacho.
-¡Pero qué es lo que te pasa, estuvimos a punto de morir, estamos aquí sin comida, sin techo, y tú en lo único que piensas es en seguir con tus inútiles aventuras!
-Pero Kauil, ¿por qué te preocupas?, aquí hay comida, en todos lados hay comida, tenemos alas para llegar a ella, tenemos alas para volar y encontrar ríos y lagos para beber, y nuestras alas nos dan cobijo sobre cualquier árbol, en unos días sanaré y nos iremos de aquí.
-Pues yo quiero volver a casa, me duele todo el cuerpo, por salvarte la vida, extraño a mis padres y quiero estar otra vez con mi gente.
-Pero kauil, tenemos toda la vida para eso, ¿no te das cuenta que ahora tenemos frente a nosotros un horizonte de posibilidades infinitas, podemos hacer lo que queramos, ir a donde queramos ¡somos libres!
-Yo siempre he sido libre, y lo que quiero es volver a casa.
Tras decir esto, Kauil se alejó caminando entre los pinos.
-¿A dónde vas?-, preguntó Ixchel.
-Sígueme-, le contestó en tono molesto, -cerca de aquí encontré una vivienda que nos puede servir de refugio.
La pequeña e improvisada choza parecía ser un paradero temporal de las tribus nómadas que habitaban la zona, pero era suficiente para que los hermanos se sintieran protegidos y a salvo.
Transcurrieron algunos días en los que los hermanos se alimentaban de los frutos silvestres de la región, incluso probaron algunas semillas y raícas, y en el caso de Kauil, hasta algunos insectos, que aunque algo amargos, eran bastante nutritivos y llenos de energía y fibra.
La capacidad de recuperación de Ixchel era increíble, cada día estaba más fuerta y sabía que pronto podría alcanzar el cielo nuevamente, por su parte, su hermano parecía sentirse a gusto permaneciendo en un sólo lugar, y hasta siguiendo ciertas rutinas.
Después de dejar su enojo atrás, y de platicar por largas horas en su refugio, acordaron que lo mejor sería volver a casa, decisión con la que Kauil se quedó muy conforme, pues era la primera vez que su hermana dejaba de hacer su voluntad para complacerlo.
Dos días después, con el primer rayo de sol, los hermanos desplegaron sus alas y alzaron el vuelo, solo sabían que volando siguiendo la orilla del mar, por donde sale el sol, llegarían a casa, pues era la ruta más segura que habían tomado los grandes aventureros, quienes habían emprendido viajes que duraban hasta años para llevar noticias de las tierras y pueblos lejanos.
Cuando reconocieron las aguas del mar turquesa, Ixchel descendió súbitamente, y aterrizó en la blanca arena de la playa.
-tengo hambre, dijo, podríamos intentar cazar algunos cangrejos.
A Kauil le pareció una buena idea, sin embargo, sin redes, lanzas, y sobre todo, sin manos, la tarea parecía más que complicada.
Se la pasaron parte de la tarde correteando cangrejos en la arena sin tener mucho éxito.
No hubo mucha comida, pero sí muchas risas y diversión, era bueno pensar que aún eran casi niños, y que a pesar de todos los retos que habían enfrentado, seguían conservando la alegría de la edad.
Por fin, se pusieron de acuerdo, armaron una especie de trampa haciendo un círculo alto de rocas, como una especie de corral, en el que entre los dos acorralarían a los crustáceos hasta meterlos en éste.
Así lo hicieron, y por fin, cuando tuvieron el primero dentro del cerco, Ixchel no dudó en darle un fuerte pisotón en la coraza evitando las tenazas.
Las plantas de los pies de todos los de su pueblo eran duras, ya que pasaban todo el tiempo descalzos, por lo que desde la infancia se les formaba una gruesa costra que les permitía pisar cualquier cosa sin siquiera sentirla.
Su vestimenta se concretaba a un taparrabos y de vez en cuando algunos adornos colgando del cuello, así que no fue problema para ellos, ya perfeccionando la técnica de caza, matar varios cangrejos más a pisotones.
Comieron con avidez la carne cruda, era salada y jugosa, sobre todo la de las tenazas, que pudieron romper con los dientes.
Cuando quedaron satisfechos, se sentaron uno al lado del otro mirando hacia el océano, escuchando el rumor de las olas que acariciaban la playa.
-Es ora de irnos-, dijo Kauil, tenemos que aprovechar lo que queda del día para avanzar lo más que podamos.
-No voy a ir-, contestó Ixchel sin voltear a mirarlo, con los ojos fijos en el horizonte.
No hubo respuesta, un largo silencio siguió al comentario, así se quedaron, con el ruido de las gaviotas como fondo, que se diputaban los restos de los cangrejos a unos pasos de donde se encontraban.
-Kauil-, continuó Ixchel, -cada uno debe seguir su destino, entiendo que el tuyo es estar en nuestro pueblo, al lado de nuestros padres, pero no el mío. He soñado con esto cada día de mi vida, ahora que lo tengo, no voy a renunciar.
-¿Qué harás?-, le preguntó Kauil.
-Extender las alas, dejaré que el viento me guíe, quiero cruzar el mar, seguir el punto en el que sale en sol, guiarme con las estrellas, quiero viajar al nuevo mundo, no soportaría dos días en la aldea sabiendo que existe tanto cielo por recorrer.
-Te entiendo hermana, como tú debes de entender que en esta aventura no puedo seguirte.
-Lo entiendo, y perdóname por arrastrarte tan lejos de todo lo que quieres, a veces creo que lo que yo siento lo debe de sentir todo el mundo… explícale todo a mis papás.
Ahora fue ella la que extendió sus blancas alas y cobijó a su hermano en un cálido abrazo de despedida, luego extendió sus alas y voló sobre el mar, alejándose poco a poco hasta perderse en la línea que divide el cielo azul y el agua turquesa.
Kauil no pudo contener las lágrimas, que mezcladas con la brisa del mar corrían por su rostro, ahí, parado, con los pies hundidos en la arena.
Volvió a su hogar y fue recibido por todos con asombro, nadie había visto jamás a un joven con alas, primero hubo algo de reserva entre los vecinos, pero, cuando vieron que se trataba del mismo Kauil de siempre, se fueron poco a poco acercando hasta que, sin pensarlo, de pronto estuvo rodeado por una multitud, que escuchaba atenta su relato.
Comió como pudo del plato de cerámica en el que le sirvieron, ya estaba más acostumbrado, por su condición, a devorar los frutos directamente de los árboles y arbustos, luego, llegada la noche se fue a dormir a su hamaca, pero las plumas de sus alas se enredaron en las cuerdas de ésta, y decidió acomodarse en el suelo, como lo había hecho desde que se transformó.
Cuando despertó, apenas se asomaba el sol, miró hacia la mesita de piedra en la que trabajaba sus figuras de barro y arcilla, y lo primero que se le ocurrió fue hacer una estatuilla de su hermana…
Pero apenas lo hizo, y recordó que ya no contaba con sus hábiles manos, trato, sín embargo, de mezclar el barro con agua, pero las puntas de sus plumas le impedían batir la mezcla, cuando por fin lo logró, sus alas estaban llenas de barro, y no sabía cómo quitarlo, trato de hacer una figura sencilla, empezar por algo… un cubo, tal vez, pero al tratar, sólo conseguía figuras deformes y maltrechas sin ningún sentido.
Salió llorando de su vivienda ante la mirada atónita de algunos de sus vecinos que ya se habían levantado y salido a realizar sus actividades cotidianas, caminó casi arrastrando los pies y levantó sus alas al cielo.
-¡Quiero mis manoooos! Gritó desesperado y con arrebato levantó el vuelo y, con un aleteo más enérgico que nunca voló hasta el cenote en el que habían sido transformados.
Se tiró al agua transparente y helada para bucear hasta el lugar en el que habían encontrado al anciano, pero se topó con la aterradora sorpresa de que ya no podía nadar, sus alas y sus largas plumas, mojadas, le dificultaban moverse en el agua, no sabía cómo moverlas, y mientras hacía grandes esfuerzos por tratar de salir a la superficie, el aire de los pulmones se le iba acabando hasta casi perder el sentido.
Sintió que ya no podía más… pero antes de desvanecerse se vio rodeado por una nube de ajolotes, alcanzó a percibir que cientos de los pequeños anfibios lo jalaban con sus mandíbulas y lo empujaban a través del río subterráneo.
Sintió un golpe fuerte en el pecho... ahora estaba boca arriba escupiendo agua a borbotones, el anciano empujaba hacia abajo sobre su tórax con su bastón, una y otra vez, hasta que finalmente dejó de hacerlo, pues Kauil ya respiraba.
-¿Qué buscas aquí?- le dijo Xolotl con expresión de piedra.
El muchacho se incorporó como pudo y se arrodilló ante el anciano, en señal de respeto.
-Quiero mis manos-, le contestó aún jadeando.
-Tendrás que renunciar a tus alas.
-Ya no las quiero, me han hecho muy desgraciado.
-¿No seguías tu sueño?
-No, no era mi sueño, era el de mi hermana, ahora lo he comprendido.
-No te devolveré el amuleto, la deuda de vida de mi amigo el ajolote contigo ya la ha saldado, ¿qué tienes que darme?
Kauil bajó la mirada.
-Nada.
-Tienes un don, quiero un regalo…


*********

A la mañana siguiente, en medio de la selva maya, Kauil se despertó con el primer rayo de sol que se coló por entre la maleza, se levantó sin dificultad, y con alegría se dio cuenta que lo había hecho con la ayuda de sus brazos.
Se miró los dedos, los movió y lleno de emoción lloró de nuevo y besó una y otra vez sus manos morenas y de dedos largos y afilados.
Corrió como loco invadido por la alegría a su casa con una sola idea en la cabeza: cumplir su promesa.
Abrazó a su padre y a su madre al llegar, les tocó el rostro, comió con avidez, como hacía mucho que no lo hacía, y luego corrió al taller de su padre para sentir el barro entre sus dedos.
Pasó dos días y tres noches trabajando sobre una figura, y por fin, cuando la terminó, la contempló con orgullo.
Era Xolotl, con sus largos collares de cuentas al cuello, adornos en las orejas, y un gran penacho… y como era su costumbre, creó la imagen del extraño personaje con la cabeza de un perro.
Ese era su regalo, crear la estatuilla para que su pueblo le rindiera culto como al dios del movimiento.
Gracias a su trabajo, Kauil con el paso de los años se volvió, como su padre, en un respetado alfarero, se unió a una mujer y tuvo siete hijos, quienes, al igual que él, siempre rindieron tributo a Xolotl.
Ya en su vejez, a sus 45 años, una tarde en el que el sol parecía convertir en llamas los nubarrones del horizonte, vio en el cielo un punto que poco a poco, en medida que se acercaba, tomaba la forma de una gigantesca ave blanca.
-¡Los dioses me han concedido vida para volver a verte!-, dijo para sí mismo, mientras reconocía a su hermana, que se acercaba en vuelo majestuoso.
La tuvo frente a sí, con una sonrisa radiante, muy delgada y con las marcas de la edad en el rostro.
Nuevamente sintió las cálidas alas de su amada hermana rodeando su cuerpo, él le correspondió para darle la bienvenida, luego la llevó con tristeza en el rostro le anunció que sus padres habían muerto.
Cuando entró la vivienda de Kauil, le sorprendió ver, sobre una pequeña base de piedras la figura de una mujer alada, se trataba de ella misma, trabajada por las hábiles manos de su hermano… se quedó sin palabras ante la belleza de la estatuilla, y justo cuando iba a decir algo unas voces infantiles irrumpieron en la choza… se trataba de dos niños, que al ver sus gigantescas alas, enmudecieron, pues aunque nunca dudaron de la veracidad de las historias de su padre sobre la tía pájaro, verla frente a ellos era algo realmente impactante.
La noticia de la llegada de Ixchel corrió rápido hasta la ciudad, y pronto había una multitud frente a la casa de Kauil, que, acompañado de la que ahora era su esposa, se esmeraba por preparar un buen manjar de bienvenida para la recién llegada.
Ixchel narró frente a una gran fogata todo lo que había visto en el nuevo mundo, habló de criaturas extrañas de de gente con piel muy blanca y ojos como el cielo… también les contó sobre las razas de piel oscura y pelo rizado que vivía en espesas selvas y grandes desiertos, de los extraños inventos y de las gigantescas casas flotantes, les mostró algunos artefactos que llevaba al cuello de un material que para ellos era desconocido, duro como la piedra pero moldeable al calor, con el que se podían fabricar armas y todo tipo de artefactos.
Días después habló con los sacerdotes y ancianos de la ciudad, a los que también contó sus historias.
Vivió feliz en su pueblo algunas semanas, sin embargo, el viento señalaba para ella nuevos horizontes, nuevas aventuras… y, sin decir mucho, un día emprendió otra vez el vuelo y partió hacia lo desconocido, de un viaje del que tal vez jamás regresaría.
Kauil, por su parte, se quedó mirando cómo su hermana se alejaba, de pronto sintió a su lado el calor de su esposa y sus dos hijos, a quienes rodeó con sus brazos.
Desde el interior de su vivienda, en la penumbra los ojos llameantes de una estatuilla de barro observaban la escena; Xolotl, quien había dejado su forma humana y se había oculto en la figura para burlar eternamente a la muerte, parecía sonreír al ver que finalmente los hermanos habían encontrado sus destinos, y él había hallado el escondite perfecto.
Fin



Foto: imagen del dios Xólotl, tomada de: http://www.esacademic.com/dic.nsf/eswiki/1232756

jueves, 27 de enero de 2011

EL GATO




Por Elizandro Arenas

Hoy quería estar solo, callado, tranquilo. Hoy me di tiempo para estar conmigo mismo y entregarme a mis vicios, -porque hay quien dice que el hombre vive para sus vicios-, salí al patio de mi casa, me senté en una vieja y oxidada mecedora, prendí un cigarro y contemplé largamente la noche.
Sentí la pesada oscuridad sobre mi cuerpo, escuchaba sirenas a lo lejos, el ladrar de los perros y el barullo de la ciudad que nunca duerme.
De pronto, andando sigilosamente sobre uno de los tejados, apareció a contraluz de la luna mi gato.
Se asomó con mucha cautela, para cerciorarse de que era yo quien estaba ahí, luego desapareció.
Yo seguí mirándome los pies, pensando en quién era, y quién debía de ser.
Arrojé la colilla del cigarro e hizo “tsss” al caer en un charco de agua, las ramas de una planta de ornato en la jardinera central se agitaron levemente, y en la oscuridad entre el follaje, aparecieron un par de canicas rojas iluminadas.
Miré hacia arriba y cerré los ojos, dejando que la luz plateada bañara mi cara, luego aspiré profundamente el fresco sereno, abrí los ojos y descubrí que el gato estaba ya a mi lado, echado en el suelo sobre sus cuatro patas y zigzagueando su cola cadenciosamente.
Estaba conmigo, respetando mi tranquilidad, compartiendo y disfrutando del silencio nocturno. Seguía ahí, sin mirarme, pero conciente de que me estaba haciendo compañía, yo me daba cuenta, y lo apreciaba; me gustaba la relación que en esos momentos nos unía, y era bonito saber que él también lo entendía.
Entonces, tuve la certeza de que, por lo menos, cuento con un verdadero amigo.


26-OCT-1989

MR. CHOCO Y SU CASCABEL

Cuento infantil



Por Elizandro Arenas

“Ssssss”, se escuchaba un ruido entre las hojas secas y la maleza que rodeaba la blanca casita en la cima de la montaña, mientras el viejo búho con su “woo, woo”, daba aviso de que algo fuera de lo común pasaba en la llanura.
Mientras la luz de la luna llena pintaba todo de gris y plata, Mr. Choco se deslizaba sigilosamente entre las plantas del jardín que rodeaban la morada de madera y techo de tejas.
Coreado por el constante “gric gric” de los grillos, el misterioso crujir del suelo, ante el paso del visitante nocturno, se acercaba cada vez más en busca de su objetivo.
“Grsh grsh grsh”… el sonido de las bolsas de basura habían llamado la atención del búho, en las que ahora escudriñaba Mr. Choco, una serpiente buena y tranquila, respetuosa de las reglas de la naturaleza, que se la pasaba cazando ratones y toda presa que estuviera dentro del menú habitual.
Pero había algo ahí que lo apasionaba… ¿qué podría haber en las bolsas que llamara su atención, como para acercarse tanto, al grado de arriesgarse a ser apachurrado a pedradas por los habitantes de tan encantadora casita?
¿Restos de frutas?, no.
¿Insectos?, no.
¿alguno que otro gusanillo?, tampoco.
Lo que más le apasionaba en la vida a Mr. Choco, lo que lo volvía loco, y lo hacía delirar hasta casi volar cuando lo probaba era, precisamente, el chocolate.
“Tssss, tssss”, hacía su lengua bífida al sacarla, para percibir con ésta los olores de tan rica golosina, cuyos restos de seguro habían quedado en alguno que otro papelito metálico que antes había servido como envoltura, al encontrarlo, no dudaba en lamerlo una y otra vez, hasta dejarlo completamente limpio “¡yomi yomi!”, ¡qué sabroso era el chocolate..
Había encontrado un papelito muy brillante, con pedacitos que tenían un sabor verdaderamente especial, era más amargo, pero más cremoso y mantequilloso, incluso encontró unos restos de almendras que le daban un sabor ¡ex-qui-si-to!, porque, de tanto probar y probar, ya se había vuelto todo un conocedor.
En eso estaba, totalmente extasiado, disfrutando enormemente cada bocado, cuando se dio cuenta de que entre la oscuridad surgía una sombra que se aproximaba a la puerta de la casa.
Como solía hacerlo, se quedó quietecito, quietecito, escuchando el crujir de los escaloncitos de madera “ñiiik ñiiik”, que daban al pórtico y que protestaban ante el peso del misterioso sujeto.
Una canasta con una nota, fue lo que dejó frente a la puerta, luego, sin tocar, bajó las escaleras despacio y se retiró a toda prisa, desapareciendo entre los arbustos.
Mr. Choco alzó la cabeza y sacó dos veces la lengua “tsss, tsss” para tratar de adivinar de qué se trataba, pues, como dije antes, gracias a esto podía oler lo que fuera a kilómetros.
El aroma era de leche, y una escencia deliciosa, imposible de describir, así, poco a poco, con mucho cuidado y de la manera más silenciosa posible, se acercó a la canasta y se deslizó por su bejuco tejido, para ver lo que había adentro.
Era un bebé, rosado y regordete, que, despierto, movía los pies y las manitas entre las sabanas, cuando vio la afilada cabeza de la serpiente asomándose por el borde de la canasta, empezó a llorar quedito.
El llanto se hizo cada vez más y más fuerte, hasta que se convirtió en un verdadero berrido, “¡buaaaaaa, buaaaaaa!”, clamaba el pequeñito, que se sentía solo y con frío.
Fueron tan fuertes sus gritos que alcanzaron a ser escuchados por un mapache que andaba por ahí, al que también le gustaba visitar el bote de basura de los lugareños.
El pequeño mamífero de antifaz se acercó cauteloso a ver lo que pasaba, y al contemplar la escena quedó asombrado, luego haciendo su típico sonido “caurrrrrr”, le habló a su amigo.
-Mr. Choco, ¿qué haces con ese bebé?
Preguntó.
-Pasaba por aquí… y simplemente lo vi-, dijo la serpiente, todavía limpiándose los restos de chocolate de su boca sin labios.
-¿Qué haremos?, no para de llorar, será mejor que intentemos algo- dijo Mr. Choco, enredado en el asa del canasto.
Fue sin que éste se diera cuenta que el pequeñito agarró su cola y empezó a agitarla de un lado a otro “chiki chiki chiki”, se escuchó al agitarse su cascabel, y eso bastó para que la criatura soltara una carcajada y se olvidara de su llanto.
Cuando los dos vieron que se callaba, la serpiente volvió a agitar su cascabel con singular alegría, eso hizo que una vez más el pequeñito esbozara una gran sonrisa, y luego una risotada.
-¡Mira, le gusta tu cascabel!
-Sí, parece que le agrada!
-Agítalo más ¿quieres?- le dijo el mapache.
-¡Mira, cómo se ríe!- dijo la serpiente con una sonrisa aún más grande.
-Aveeeer, qué liiindo bebiiiito, acú acú acú-, decía el mapache.
-Bueno-, añadió, -Este niño no se puede quedar aquí, los dueños de la casa salieron desde hace varios días y no han regresado, esta criatura se va a morir de frío y hambre.
-¿Qué tal si lo llevamos a la otra casa de humanos, la amarilla de adobe que está cerca de aquí?
-¿Cerca?, está tan lejos que llegaremos casi al amanecer.
-Mira yo me enredo en el asa de la canasta y agito mi cascabel, mientras tú empujas el canasto.
Al mapache no le pareció una buena idea, pero como no se le ocurría otra mejor, aceptó, así, entre los dos, fueron arrastrando lentamente la canasta hasta llegar a la vivienda más cercana, la dejaron en la puerta, tocaron la campana “clink, clink” y se apresuraron a esconderse.
Ambos estaban rendidos, había sido mucho el esfuerzo, y, apenas estaban tomando aliento bajo los arbustos más próximos, cuando el bebé rompió en llantos nuevamente.
“Chreeeeeee”, se escuchó el rechinar de las bisagras de la puerta, mientras el sol se asomaba por la colina avisando que iniciaba un nuevo día.
Una mujer regordeta y bonachona salió, se inclinó ante la canasta y puso cara de estar maravillada, tomó al niño entre sus brazos y desapareció tras la puerta.
-Bueno-, dijo el mapache, -creo que nuestro trabajo ha terminado… vámonos.
“Ki ki ri kiiiii” un gallo a lo lejos anunciaba el nuevo día, y así, con los primeros tonos rojizos del amanecer, los dos animalitos emprendieron el viaje de regreso a casa.
Varios días anduvo inquieto Mr. Choco, pues quería saber qué había sido del bebé al que habían encontrado, así que, tras pensarlo un par de días, decidió ir a visitarlo. “No me acercaré mucho”, se decía, sólo trataré de verlo por la ventana, para ver que todo esté bien.
Sin decirle nada a nadie, se alejó de la colina en la que habitaba con la primera luz del día y tomó el sendero rumbo a la casita en la que habían dejado al pequeño.
Todo parecía tranquilo desde lejos, “fuuuuuuu” soplaba una leve brisa que agitaba los arbustos, el niño estaba dentro de la casita, podía percibir su aroma, sin embargo, conforme se fue acercando, se dio cuenta de que no todo estaba tan bien, el bebé lloraba, y lloraba mucho, y al parecer, no había nadie que lo consolara…
“Guaaaaaa guaaaaa”, se escuchaba al pequeño desde la ventana de la parte de atrás de la vivienda.
Muy alarmado Mr. Choco trepó como pudo, se metió en la habitación y subió hasta el borde de una cuna que parecía nueva, desde donde venía el llanto.
Ahí estaba el hermoso bebecito, con los cachetes y los ojos colorados de tanto llorar, cuando escuchó que la serpiente empezó a agitar su colita, haciendo el ruidito que tanto le gustaba, dejó de llorar al tiempo que le dedicaba una tierna sonrisa.
Así estaba Mr. Choco, feliz con su tarea de contentar bebés, cuando de pronto se abrió la puerta de la habitación.
-¡Henryyyyyy!- los buenos esposos siempre se llaman Henry, -¡una víbora de cascabel se metió al cuarto del bebé, auxilioooo!-, gritaba la Doña Nieves desde la puerta.
Henry, también regordete, con camisa a cuadros y algunos cabellos blancos en la nuca y sienes bien peinados, apareció de pronto con una escoba en la mano, y la lanzó sobre Mr. Choco, quien apenas logró esquivar el golpe.
“Bam, bam, bam” uno, otro, y otro escobazo golpeaba en el suelo, cada vez más cerca de la cabeza de la serpiente, que como podía se escabullía por los rincones de la habitación esquivando los golpes, serpenteando de un lado a otro, al mismo tiempo que la asustada dueña de la casa corría y tomaba al bebé entre sus brazos.
¡Uf!, apenas si pudo escurrir su largo cuerpo por el claro que quedaba entre la puerta de la cocina y el piso.
Como un resorte, a toda marcha, se escabullo entre la hierba, sin siquiera voltear hacia atrás.
Detrás de un árbol, escondido, y a salvo, Mr. Choco pudo ver cómo el bebé se contentaba cuando la señora le daba una botella con leche, y tranquilo se dormía en sus brazos, mientras Henry aún se asomaba por la puerta, buscándolo con cara de enojo, y con la escoba en posición de ataque.
Contento, porque se dio cuenta de que el pequeñito estaba en buenas manos, y triste porque ya no lo podría contentar más con el sonido de su cola, regresó a su hogar, que estaba bajo unas piedras al pie de la colina.
Cuando entró visiblemente triste, su esposa, Mrs. Choco, lo recibió con una gran sorpresa había cascarones de huevo por todos lados, pues ese día habían nacido 30 larguiruchas crías, un grupo enorme de pequeñas serpientes que no dejaban de llorar, todas al mismo tiempo “cuñaaa, cuñaaa cuñaaa”.
Todo el afecto que sintió por aquel bebé, se convirtió en amor, y se multiplicó por 30, y aunque algunas personas dicen que los cocodrilos lloran, en esta ocasión fue Mr. Choco, quien dejó escapar un par de lagrimillas de emoción.
Así que el feliz padre, sin pensarlo dos veces, levantó su cola y empezó a agitarla con maestría y alegría, para dar así felicidad a sus hijos, con su gran habilidad recién descubierta, los bebés serpiente dejaron de llorar, y al ver de quién se trataba, exclamaron al unísono: ¡papá!


FIN


Foto: mi bella Natalia, unos días después de nacer.

LA CABAÑA DEL LEÑADOR

Cuento infantil
LA CABAÑA DEL LEÑADOR

Por Elizandro Arenas

“¡Qué frondoso bosque, qué majestuosas montañas, cuántas aves, y qué pasto tan verde crece en el valle, este lugar me ha gustado para construir mi cabaña!”, se decía el leñador, mientras percibía los innumerables aromas de las flores que lo rodeaban.
“Recién llegado a América, del Viejo Continente”, se decía, “y ya encontré el lugar perfecto para construir mi cabaña”.
Mientras contemplaba el extenso lago que se extendía hacia el oriente, desde la colina en la que se hallaba, se decidió pronto a empezar con su tarea.
“Sí”, pensaba, “más vale que me dé prisa, porque no conozco bien estos rumbos, y es probable que haya osos, o alguna otra fiera salvaje que me quiera comer… pero más les vale que no se acerquen, porque cuento con una compañera muy valiente que me protegerá”.
En ese momento, tanteó entre las alforjas que llevaba su caballo a los lados de su montura, y pudo sentir la escopeta que lo había acompañado a todas partes.
Mientras tomaba agua de la orilla del lago, vio su cara reflejada en éste, “necesito afeitarme, estas largas barbas y este bigote me hacen parecer un viejo, pero, eso lo haré quizás otro día, por lo pronto, tengo que empezar a construir mi cabaña”.
Así, pasaron días en los que el leñador recorrió el bosque hacha en mano en busca de árboles muy rectos para hacer su vivienda.
“Uf, estos árboles son de muy buena madera, estoy sudando demasiado, pues es difícil cortarlos, pero vale la pena, ya que eso hará que mi cabaña sea más resistente… necesito trozos de madera delgados para hacer las tablas que formarán el techo, y una buena armazón para que la construcción sea firme y no se pandee”.
Así, trabajando desde que salía el sol hasta el anochecer, el buen leñador dormía sobre el suelo, bajo la luz de la luna, que iba avanzando poco a poco entre las ramas de los altos pinos que rodeaban ese lugarcito que escogió para vivir.
“Ya es de mañana, tengo que ir de cacería, con suerte atraparé una o dos liebres para hacer un buen asado, después recogeré algunas raíces comestibles, tal vez encuentre moras u otros frutos silvestres, y si soy afortunado, hasta alguna colmena de la que pueda tomar un poco de miel… necesito energías para seguir trabajando”.
Así, al amanecer se procuraba alimento, y por la tardes iniciaba el arduo trabajo de talar, arrastrar los troncos, darles forma y levantarlos para acomodarlos en su lugar, para lo que se valió de cuerdas y poleas fabricadas por él mismo.
Después de varios atardeceres logró su cometido, una hermosa cabaña en medio del bosque.
“Ahora sí, es hora de empezar a trabajar en los muebles, lo primero que haré será una hermosa mecedora desde la que pueda contemplar los atardeceres, ¡mmm, cómo me encanta sentarme a retozar, después de un día de trabajo bajo el suave calor que brinda el sol al ponerse, y contemplar todos esos tonos llameantes saliendo de detrás de la montaña!”.
Este trabajo requería más cuidado y paciencia, horas y horas de tallar la madera y darle forma a cada pieza para que embonara perfectamente con la otra, las patas, el respaldo, los descansabrazos, todo tenía que ser de lo más delicado posible, así, después de días de apasionado trabajo, quedó terminada.
“Listo, se acerca la tarde, creo que es buen momento de sentarme a disfrutar de mi trabajo, así, como siempre lo quise, frente a mi ventana, prepararé un delicioso té y luego me meceré viendo el atardecer”.
Cuando quedó listo el té, justo en momento en el que el sol se posa sobre los cerros, se sentó frente a su ventana y decidido a disfrutar el panorama.
“¿Pero, qué es eso?, ¡Qué hice, no puede ser, es lo más tonto que me ha pasado desde que llegué!”.
Sí, al tomar medidas y planear la construcción de la casa, no se dio cuenta de un importante detalle: justo entre su ventana y el punto en el que el sol cae al atardecer, había un gigantesco árbol de grueso tronco, repleto de frondas que impedían que le llegara la suave luz que él tanto disfrutaba.
Enfurecido, tomó su hacha y se dirigió directo al árbol para derribarlo, sin embargo era tan grueso, que tuvo que usar una larga sierra, lo que le llevó grandes esfuerzos, fue así como, completamente bañado en sudor, exhausto y casi llegada la medianoche, terminó su trabajo.
-¡Aaarboool!- gritó mientras daba un empujón al colosal tronco, que cayó haciendo un gran escándalo entre las ramas que aplastó a su paso.
Al día siguiente, estaba totalmente sorprendido, pues no creía lo que veían sus ojos.
“Pero… ¡esto es cosa del demonio, ¿cómo es que el árbol ha vuelto a su lugar?, estoy seguro que ayer por la noche lo derribé, lo recuerdo perfectamente!, ¿o habré soñado?”.
Sin saber qué pensar, dudando de su cordura, se paseó varias veces por el interior de la cabaña reconstruyendo en la mente cada una de sus acciones del día anterior, y siempre llegaba a la misma conclusión, no estaba loco, había derribado ese árbol con sus propias manos.
Tardó un rato en asimilar lo que había pasado, finalmente, decidió ir a investigar.
“Quizás se trate de una especie de árbol que crece demasiado rápido, o tal vez, por error, derribé el árbol equivocado”, decía mientras caminaba.
Al llegar se encontró con una verdadera sorpresa, el árbol estaba cortado, efectivamente pero daba señas de que alguien, muy fuerte por cierto, lo había vuelto a colocar en su lugar y lo había fijado con lodo y resina, de manera que no se volviera a caer.
Acercó la mecedora recién tallada hasta ahí, y se sentó en ella, sin dejar de mirar perplejo el tronco restaurado.
“He escuchado leyendas inglesas de que existen gigantes que cuidan los bosques, tal vez vino alguno y lo puso ahí, pero… ¿con qué finalidad, para qué?”.
Por curiosidad, y guiado por la perseverancia que lo caracterizó siempre, volvió a tomar la sierra y empezó de nuevo, más decidido que nunca.
“Cuando termine, me quedaré vigilando toda la noche, por si el gigante… o lo que sea, decide volver, debo de saber lo que pasó, si no, terminaré pensando que me he vuelto totalmente loco”.
Llegado el atardecer, el leñador terminó su trabajo, el árbol yacía ahí tirado sobre el prado y los arbustos, sin moverse un milímetro.
Se sentó en su mecedora y esperó a que anocheciera sin despegar la visa de ahí, sin embargo, fue tanto su trabajo del día que el sueño lo venció y los ojos se le cerraron.
Soñaba sentado en su mecedora, haciendo todo tipo de expresiones, que las ramas del gigantesco pino se empezaban a mover, y que en la corteza se abrían dos oscuros huecos, que eran los ojos del colosal vegetal.
El árbol se levantaba, y haciendo uso de sus ramas para arrastrarse, se acomodaba con grandes esfuerzos sobre la parte del tronco que lo fijaba al suelo, al hacerlo, empezaba a sudar trementina, para sellar su herida…
Luego, con tremenda fuerza, arrancaba sus raíces del suelo y, moviéndolas como tentáculos, caminaba hacia la cabaña y la aplastaba de un pisotón.
Cuando abrió los ojos ya había amanecido, y frente a él, nuevamente se erguía el árbol, ya algo maltratado por las caídas, pero, como la vez anterior, vertical y firme, apuntando hacia el cielo.
Lleno de furia, el leñador como un loco, corrió hacia el árbol y jadeando, empezó a serruchar el tronco una vez más, desde la misma base, gritando a toda garganta, -¡tienes que caer, tienes que caer!
Terminó ya casi cuando empezaba a pardear, y justo al finalizar, se fue a la cocina y se preparó una gigantesca jarra de café, bastante cargado, estaba decidido a no dormirse nuevamente…
Así, escondido en el borde de la ventana, esperó toda la noche para ver qué sucedía, con una mezcla de coraje y de miedo, pues cualquier cosa podría pasar.
De ente la maleza se empezó a escuchar un rumor vago que se multiplicaba por todos lados, el ruido, y el movimiento de hojas estaba por doquier.
De la incertidumbre pasó al nerviosismo, de ahí al miedo y luego, al terror.
“¡Dios mío, no es sólo el árbol, son todas las plantas las que cobran vida por la noche… ¿cuántos árboles pude haber derribado para construir la cabaña? Seguro vendrán por mi y me destruirán, estoy rodeado, no tengo escapatoria”.
Arbustos, árboles pequeños y todo tipo de plantas que rodeaban la cabaña se agitaban en la oscuridad, el leñador estaba al borde de romper a gritos, cuando de entre la maleza, surgieron cientos de animales, mapaches, ardillas, conejos y hasta un oso, que se dirigían al árbol.
De las ramas de los árboles adyacentes surgieron nubes de aves y murciélagos, que se fueron a posar en las ramas del árbol caído.
Las ardillas llevaban en sus mejillas bolas de resina que los castores desparramaron con sus colas en la base serruchada del árbol…
Al mismo tiempo, miles de aves se posaron en las ramas y agitando sus alas empezaron a levantar, en una imagen que parecía un milagro, el grueso tronco hasta dejarlo suspendido en el aire en posición vertical, luego el oso, de un gran abrazo se encargó de acomodarlo justo sobre la base, y el resto de las criaturas le ayudaron, de manera que los bordes coincidieran perfectamente con los de la base antes de que las avecillas lo bajaran lenta y suavemente.
Terminado el trabajo, todas las criaturas se agruparon frente a una familia de ardillas de esponjada cola, que parecían darles las gracias.
El leñador, inmóvil y atónito desde su ventana, no daba aún crédito a lo que veía…
Cuando el grupo de ardillas conformada por una pareja y tres crías volvieron a subir al árbol y se metieron en uno de los agujeros que él había soñado como terroríficos ojos, despertó del trance en el que había caído, oscilando entre la cordura y la locura total.
Pero, era cierto, tan cierto como que el árbol seguía en su sitio aunque ya casi sin hojas, pero apuntando sus ramas hacia las nubes.
El árbol era la casa de esas ardillas, y para que ellas la conservaran, él debía de renunciar a ese sueño de contemplar sus amados atardeceres desde su ventana…
“¡No, no lo haré!”,- se dijo decidido, “nunca me he rendido, y esta vez tampoco lo haré”. Así que, más decidido que nunca, se dirigió hasta su caja de herramientas y tomó la gigantesca sierra, caminó con pasos firmes, pero no hacia el árbol, sino hasta su ventana y, justo al lado de ésta, empezó a cortar otro cuadro exactamente del mismo tamaño, de manera que ahora, en vez de tener una ventana, tendría dos.
No terminó hasta el amanecer, y luego se durmió toda la tarde, pues el agotamiento había sido demasiado.
Ya cuando el cielo comenzaba a tornarse dorado, despertó, y aún medio modorro y medio cansado, se fue y se sentó en su mecedora, frente a sus dos ventanas.
A través de una de ellas ahora podía contemplar el maravilloso atardecer de oro y cobre, y sentir el leve calor que la luz del astro rey produce en su piel, y por la otra, podía saludar y darle las buenas tardes a los que ahora se habían convertido en sus cordiales vecinos, el señor y la señora ardilla y sus hijos, las traviesas ardillitas.

FIN



Foto: tomada una mañana de bruma, en el parque de la colonia.