Por Elizandro Arenas
Hoy quería estar solo, callado, tranquilo. Hoy me di tiempo para estar conmigo mismo y entregarme a mis vicios, -porque hay quien dice que el hombre vive para sus vicios-, salí al patio de mi casa, me senté en una vieja y oxidada mecedora, prendí un cigarro y contemplé largamente la noche.
Sentí la pesada oscuridad sobre mi cuerpo, escuchaba sirenas a lo lejos, el ladrar de los perros y el barullo de la ciudad que nunca duerme.
De pronto, andando sigilosamente sobre uno de los tejados, apareció a contraluz de la luna mi gato.
Se asomó con mucha cautela, para cerciorarse de que era yo quien estaba ahí, luego desapareció.
Yo seguí mirándome los pies, pensando en quién era, y quién debía de ser.
Arrojé la colilla del cigarro e hizo “tsss” al caer en un charco de agua, las ramas de una planta de ornato en la jardinera central se agitaron levemente, y en la oscuridad entre el follaje, aparecieron un par de canicas rojas iluminadas.
Miré hacia arriba y cerré los ojos, dejando que la luz plateada bañara mi cara, luego aspiré profundamente el fresco sereno, abrí los ojos y descubrí que el gato estaba ya a mi lado, echado en el suelo sobre sus cuatro patas y zigzagueando su cola cadenciosamente.
Estaba conmigo, respetando mi tranquilidad, compartiendo y disfrutando del silencio nocturno. Seguía ahí, sin mirarme, pero conciente de que me estaba haciendo compañía, yo me daba cuenta, y lo apreciaba; me gustaba la relación que en esos momentos nos unía, y era bonito saber que él también lo entendía.
Entonces, tuve la certeza de que, por lo menos, cuento con un verdadero amigo.
26-OCT-1989
Hoy quería estar solo, callado, tranquilo. Hoy me di tiempo para estar conmigo mismo y entregarme a mis vicios, -porque hay quien dice que el hombre vive para sus vicios-, salí al patio de mi casa, me senté en una vieja y oxidada mecedora, prendí un cigarro y contemplé largamente la noche.
Sentí la pesada oscuridad sobre mi cuerpo, escuchaba sirenas a lo lejos, el ladrar de los perros y el barullo de la ciudad que nunca duerme.
De pronto, andando sigilosamente sobre uno de los tejados, apareció a contraluz de la luna mi gato.
Se asomó con mucha cautela, para cerciorarse de que era yo quien estaba ahí, luego desapareció.
Yo seguí mirándome los pies, pensando en quién era, y quién debía de ser.
Arrojé la colilla del cigarro e hizo “tsss” al caer en un charco de agua, las ramas de una planta de ornato en la jardinera central se agitaron levemente, y en la oscuridad entre el follaje, aparecieron un par de canicas rojas iluminadas.
Miré hacia arriba y cerré los ojos, dejando que la luz plateada bañara mi cara, luego aspiré profundamente el fresco sereno, abrí los ojos y descubrí que el gato estaba ya a mi lado, echado en el suelo sobre sus cuatro patas y zigzagueando su cola cadenciosamente.
Estaba conmigo, respetando mi tranquilidad, compartiendo y disfrutando del silencio nocturno. Seguía ahí, sin mirarme, pero conciente de que me estaba haciendo compañía, yo me daba cuenta, y lo apreciaba; me gustaba la relación que en esos momentos nos unía, y era bonito saber que él también lo entendía.
Entonces, tuve la certeza de que, por lo menos, cuento con un verdadero amigo.
26-OCT-1989