Cuento infantil
LA CABAÑA DEL LEÑADOR
Por Elizandro Arenas
“¡Qué frondoso bosque, qué majestuosas montañas, cuántas aves, y qué pasto tan verde crece en el valle, este lugar me ha gustado para construir mi cabaña!”, se decía el leñador, mientras percibía los innumerables aromas de las flores que lo rodeaban.
“Recién llegado a América, del Viejo Continente”, se decía, “y ya encontré el lugar perfecto para construir mi cabaña”.
Mientras contemplaba el extenso lago que se extendía hacia el oriente, desde la colina en la que se hallaba, se decidió pronto a empezar con su tarea.
“Sí”, pensaba, “más vale que me dé prisa, porque no conozco bien estos rumbos, y es probable que haya osos, o alguna otra fiera salvaje que me quiera comer… pero más les vale que no se acerquen, porque cuento con una compañera muy valiente que me protegerá”.
En ese momento, tanteó entre las alforjas que llevaba su caballo a los lados de su montura, y pudo sentir la escopeta que lo había acompañado a todas partes.
Mientras tomaba agua de la orilla del lago, vio su cara reflejada en éste, “necesito afeitarme, estas largas barbas y este bigote me hacen parecer un viejo, pero, eso lo haré quizás otro día, por lo pronto, tengo que empezar a construir mi cabaña”.
Así, pasaron días en los que el leñador recorrió el bosque hacha en mano en busca de árboles muy rectos para hacer su vivienda.
“Uf, estos árboles son de muy buena madera, estoy sudando demasiado, pues es difícil cortarlos, pero vale la pena, ya que eso hará que mi cabaña sea más resistente… necesito trozos de madera delgados para hacer las tablas que formarán el techo, y una buena armazón para que la construcción sea firme y no se pandee”.
Así, trabajando desde que salía el sol hasta el anochecer, el buen leñador dormía sobre el suelo, bajo la luz de la luna, que iba avanzando poco a poco entre las ramas de los altos pinos que rodeaban ese lugarcito que escogió para vivir.
“Ya es de mañana, tengo que ir de cacería, con suerte atraparé una o dos liebres para hacer un buen asado, después recogeré algunas raíces comestibles, tal vez encuentre moras u otros frutos silvestres, y si soy afortunado, hasta alguna colmena de la que pueda tomar un poco de miel… necesito energías para seguir trabajando”.
Así, al amanecer se procuraba alimento, y por la tardes iniciaba el arduo trabajo de talar, arrastrar los troncos, darles forma y levantarlos para acomodarlos en su lugar, para lo que se valió de cuerdas y poleas fabricadas por él mismo.
Después de varios atardeceres logró su cometido, una hermosa cabaña en medio del bosque.
“Ahora sí, es hora de empezar a trabajar en los muebles, lo primero que haré será una hermosa mecedora desde la que pueda contemplar los atardeceres, ¡mmm, cómo me encanta sentarme a retozar, después de un día de trabajo bajo el suave calor que brinda el sol al ponerse, y contemplar todos esos tonos llameantes saliendo de detrás de la montaña!”.
Este trabajo requería más cuidado y paciencia, horas y horas de tallar la madera y darle forma a cada pieza para que embonara perfectamente con la otra, las patas, el respaldo, los descansabrazos, todo tenía que ser de lo más delicado posible, así, después de días de apasionado trabajo, quedó terminada.
“Listo, se acerca la tarde, creo que es buen momento de sentarme a disfrutar de mi trabajo, así, como siempre lo quise, frente a mi ventana, prepararé un delicioso té y luego me meceré viendo el atardecer”.
Cuando quedó listo el té, justo en momento en el que el sol se posa sobre los cerros, se sentó frente a su ventana y decidido a disfrutar el panorama.
“¿Pero, qué es eso?, ¡Qué hice, no puede ser, es lo más tonto que me ha pasado desde que llegué!”.
Sí, al tomar medidas y planear la construcción de la casa, no se dio cuenta de un importante detalle: justo entre su ventana y el punto en el que el sol cae al atardecer, había un gigantesco árbol de grueso tronco, repleto de frondas que impedían que le llegara la suave luz que él tanto disfrutaba.
Enfurecido, tomó su hacha y se dirigió directo al árbol para derribarlo, sin embargo era tan grueso, que tuvo que usar una larga sierra, lo que le llevó grandes esfuerzos, fue así como, completamente bañado en sudor, exhausto y casi llegada la medianoche, terminó su trabajo.
-¡Aaarboool!- gritó mientras daba un empujón al colosal tronco, que cayó haciendo un gran escándalo entre las ramas que aplastó a su paso.
Al día siguiente, estaba totalmente sorprendido, pues no creía lo que veían sus ojos.
“Pero… ¡esto es cosa del demonio, ¿cómo es que el árbol ha vuelto a su lugar?, estoy seguro que ayer por la noche lo derribé, lo recuerdo perfectamente!, ¿o habré soñado?”.
Sin saber qué pensar, dudando de su cordura, se paseó varias veces por el interior de la cabaña reconstruyendo en la mente cada una de sus acciones del día anterior, y siempre llegaba a la misma conclusión, no estaba loco, había derribado ese árbol con sus propias manos.
Tardó un rato en asimilar lo que había pasado, finalmente, decidió ir a investigar.
“Quizás se trate de una especie de árbol que crece demasiado rápido, o tal vez, por error, derribé el árbol equivocado”, decía mientras caminaba.
Al llegar se encontró con una verdadera sorpresa, el árbol estaba cortado, efectivamente pero daba señas de que alguien, muy fuerte por cierto, lo había vuelto a colocar en su lugar y lo había fijado con lodo y resina, de manera que no se volviera a caer.
Acercó la mecedora recién tallada hasta ahí, y se sentó en ella, sin dejar de mirar perplejo el tronco restaurado.
“He escuchado leyendas inglesas de que existen gigantes que cuidan los bosques, tal vez vino alguno y lo puso ahí, pero… ¿con qué finalidad, para qué?”.
Por curiosidad, y guiado por la perseverancia que lo caracterizó siempre, volvió a tomar la sierra y empezó de nuevo, más decidido que nunca.
“Cuando termine, me quedaré vigilando toda la noche, por si el gigante… o lo que sea, decide volver, debo de saber lo que pasó, si no, terminaré pensando que me he vuelto totalmente loco”.
Llegado el atardecer, el leñador terminó su trabajo, el árbol yacía ahí tirado sobre el prado y los arbustos, sin moverse un milímetro.
Se sentó en su mecedora y esperó a que anocheciera sin despegar la visa de ahí, sin embargo, fue tanto su trabajo del día que el sueño lo venció y los ojos se le cerraron.
Soñaba sentado en su mecedora, haciendo todo tipo de expresiones, que las ramas del gigantesco pino se empezaban a mover, y que en la corteza se abrían dos oscuros huecos, que eran los ojos del colosal vegetal.
El árbol se levantaba, y haciendo uso de sus ramas para arrastrarse, se acomodaba con grandes esfuerzos sobre la parte del tronco que lo fijaba al suelo, al hacerlo, empezaba a sudar trementina, para sellar su herida…
Luego, con tremenda fuerza, arrancaba sus raíces del suelo y, moviéndolas como tentáculos, caminaba hacia la cabaña y la aplastaba de un pisotón.
Cuando abrió los ojos ya había amanecido, y frente a él, nuevamente se erguía el árbol, ya algo maltratado por las caídas, pero, como la vez anterior, vertical y firme, apuntando hacia el cielo.
Lleno de furia, el leñador como un loco, corrió hacia el árbol y jadeando, empezó a serruchar el tronco una vez más, desde la misma base, gritando a toda garganta, -¡tienes que caer, tienes que caer!
Terminó ya casi cuando empezaba a pardear, y justo al finalizar, se fue a la cocina y se preparó una gigantesca jarra de café, bastante cargado, estaba decidido a no dormirse nuevamente…
Así, escondido en el borde de la ventana, esperó toda la noche para ver qué sucedía, con una mezcla de coraje y de miedo, pues cualquier cosa podría pasar.
De ente la maleza se empezó a escuchar un rumor vago que se multiplicaba por todos lados, el ruido, y el movimiento de hojas estaba por doquier.
De la incertidumbre pasó al nerviosismo, de ahí al miedo y luego, al terror.
“¡Dios mío, no es sólo el árbol, son todas las plantas las que cobran vida por la noche… ¿cuántos árboles pude haber derribado para construir la cabaña? Seguro vendrán por mi y me destruirán, estoy rodeado, no tengo escapatoria”.
Arbustos, árboles pequeños y todo tipo de plantas que rodeaban la cabaña se agitaban en la oscuridad, el leñador estaba al borde de romper a gritos, cuando de entre la maleza, surgieron cientos de animales, mapaches, ardillas, conejos y hasta un oso, que se dirigían al árbol.
De las ramas de los árboles adyacentes surgieron nubes de aves y murciélagos, que se fueron a posar en las ramas del árbol caído.
Las ardillas llevaban en sus mejillas bolas de resina que los castores desparramaron con sus colas en la base serruchada del árbol…
Al mismo tiempo, miles de aves se posaron en las ramas y agitando sus alas empezaron a levantar, en una imagen que parecía un milagro, el grueso tronco hasta dejarlo suspendido en el aire en posición vertical, luego el oso, de un gran abrazo se encargó de acomodarlo justo sobre la base, y el resto de las criaturas le ayudaron, de manera que los bordes coincidieran perfectamente con los de la base antes de que las avecillas lo bajaran lenta y suavemente.
Terminado el trabajo, todas las criaturas se agruparon frente a una familia de ardillas de esponjada cola, que parecían darles las gracias.
El leñador, inmóvil y atónito desde su ventana, no daba aún crédito a lo que veía…
Cuando el grupo de ardillas conformada por una pareja y tres crías volvieron a subir al árbol y se metieron en uno de los agujeros que él había soñado como terroríficos ojos, despertó del trance en el que había caído, oscilando entre la cordura y la locura total.
Pero, era cierto, tan cierto como que el árbol seguía en su sitio aunque ya casi sin hojas, pero apuntando sus ramas hacia las nubes.
El árbol era la casa de esas ardillas, y para que ellas la conservaran, él debía de renunciar a ese sueño de contemplar sus amados atardeceres desde su ventana…
“¡No, no lo haré!”,- se dijo decidido, “nunca me he rendido, y esta vez tampoco lo haré”. Así que, más decidido que nunca, se dirigió hasta su caja de herramientas y tomó la gigantesca sierra, caminó con pasos firmes, pero no hacia el árbol, sino hasta su ventana y, justo al lado de ésta, empezó a cortar otro cuadro exactamente del mismo tamaño, de manera que ahora, en vez de tener una ventana, tendría dos.
No terminó hasta el amanecer, y luego se durmió toda la tarde, pues el agotamiento había sido demasiado.
Ya cuando el cielo comenzaba a tornarse dorado, despertó, y aún medio modorro y medio cansado, se fue y se sentó en su mecedora, frente a sus dos ventanas.
A través de una de ellas ahora podía contemplar el maravilloso atardecer de oro y cobre, y sentir el leve calor que la luz del astro rey produce en su piel, y por la otra, podía saludar y darle las buenas tardes a los que ahora se habían convertido en sus cordiales vecinos, el señor y la señora ardilla y sus hijos, las traviesas ardillitas.
FIN
Foto: tomada una mañana de bruma, en el parque de la colonia.
LA CABAÑA DEL LEÑADOR
Por Elizandro Arenas
“¡Qué frondoso bosque, qué majestuosas montañas, cuántas aves, y qué pasto tan verde crece en el valle, este lugar me ha gustado para construir mi cabaña!”, se decía el leñador, mientras percibía los innumerables aromas de las flores que lo rodeaban.
“Recién llegado a América, del Viejo Continente”, se decía, “y ya encontré el lugar perfecto para construir mi cabaña”.
Mientras contemplaba el extenso lago que se extendía hacia el oriente, desde la colina en la que se hallaba, se decidió pronto a empezar con su tarea.
“Sí”, pensaba, “más vale que me dé prisa, porque no conozco bien estos rumbos, y es probable que haya osos, o alguna otra fiera salvaje que me quiera comer… pero más les vale que no se acerquen, porque cuento con una compañera muy valiente que me protegerá”.
En ese momento, tanteó entre las alforjas que llevaba su caballo a los lados de su montura, y pudo sentir la escopeta que lo había acompañado a todas partes.
Mientras tomaba agua de la orilla del lago, vio su cara reflejada en éste, “necesito afeitarme, estas largas barbas y este bigote me hacen parecer un viejo, pero, eso lo haré quizás otro día, por lo pronto, tengo que empezar a construir mi cabaña”.
Así, pasaron días en los que el leñador recorrió el bosque hacha en mano en busca de árboles muy rectos para hacer su vivienda.
“Uf, estos árboles son de muy buena madera, estoy sudando demasiado, pues es difícil cortarlos, pero vale la pena, ya que eso hará que mi cabaña sea más resistente… necesito trozos de madera delgados para hacer las tablas que formarán el techo, y una buena armazón para que la construcción sea firme y no se pandee”.
Así, trabajando desde que salía el sol hasta el anochecer, el buen leñador dormía sobre el suelo, bajo la luz de la luna, que iba avanzando poco a poco entre las ramas de los altos pinos que rodeaban ese lugarcito que escogió para vivir.
“Ya es de mañana, tengo que ir de cacería, con suerte atraparé una o dos liebres para hacer un buen asado, después recogeré algunas raíces comestibles, tal vez encuentre moras u otros frutos silvestres, y si soy afortunado, hasta alguna colmena de la que pueda tomar un poco de miel… necesito energías para seguir trabajando”.
Así, al amanecer se procuraba alimento, y por la tardes iniciaba el arduo trabajo de talar, arrastrar los troncos, darles forma y levantarlos para acomodarlos en su lugar, para lo que se valió de cuerdas y poleas fabricadas por él mismo.
Después de varios atardeceres logró su cometido, una hermosa cabaña en medio del bosque.
“Ahora sí, es hora de empezar a trabajar en los muebles, lo primero que haré será una hermosa mecedora desde la que pueda contemplar los atardeceres, ¡mmm, cómo me encanta sentarme a retozar, después de un día de trabajo bajo el suave calor que brinda el sol al ponerse, y contemplar todos esos tonos llameantes saliendo de detrás de la montaña!”.
Este trabajo requería más cuidado y paciencia, horas y horas de tallar la madera y darle forma a cada pieza para que embonara perfectamente con la otra, las patas, el respaldo, los descansabrazos, todo tenía que ser de lo más delicado posible, así, después de días de apasionado trabajo, quedó terminada.
“Listo, se acerca la tarde, creo que es buen momento de sentarme a disfrutar de mi trabajo, así, como siempre lo quise, frente a mi ventana, prepararé un delicioso té y luego me meceré viendo el atardecer”.
Cuando quedó listo el té, justo en momento en el que el sol se posa sobre los cerros, se sentó frente a su ventana y decidido a disfrutar el panorama.
“¿Pero, qué es eso?, ¡Qué hice, no puede ser, es lo más tonto que me ha pasado desde que llegué!”.
Sí, al tomar medidas y planear la construcción de la casa, no se dio cuenta de un importante detalle: justo entre su ventana y el punto en el que el sol cae al atardecer, había un gigantesco árbol de grueso tronco, repleto de frondas que impedían que le llegara la suave luz que él tanto disfrutaba.
Enfurecido, tomó su hacha y se dirigió directo al árbol para derribarlo, sin embargo era tan grueso, que tuvo que usar una larga sierra, lo que le llevó grandes esfuerzos, fue así como, completamente bañado en sudor, exhausto y casi llegada la medianoche, terminó su trabajo.
-¡Aaarboool!- gritó mientras daba un empujón al colosal tronco, que cayó haciendo un gran escándalo entre las ramas que aplastó a su paso.
Al día siguiente, estaba totalmente sorprendido, pues no creía lo que veían sus ojos.
“Pero… ¡esto es cosa del demonio, ¿cómo es que el árbol ha vuelto a su lugar?, estoy seguro que ayer por la noche lo derribé, lo recuerdo perfectamente!, ¿o habré soñado?”.
Sin saber qué pensar, dudando de su cordura, se paseó varias veces por el interior de la cabaña reconstruyendo en la mente cada una de sus acciones del día anterior, y siempre llegaba a la misma conclusión, no estaba loco, había derribado ese árbol con sus propias manos.
Tardó un rato en asimilar lo que había pasado, finalmente, decidió ir a investigar.
“Quizás se trate de una especie de árbol que crece demasiado rápido, o tal vez, por error, derribé el árbol equivocado”, decía mientras caminaba.
Al llegar se encontró con una verdadera sorpresa, el árbol estaba cortado, efectivamente pero daba señas de que alguien, muy fuerte por cierto, lo había vuelto a colocar en su lugar y lo había fijado con lodo y resina, de manera que no se volviera a caer.
Acercó la mecedora recién tallada hasta ahí, y se sentó en ella, sin dejar de mirar perplejo el tronco restaurado.
“He escuchado leyendas inglesas de que existen gigantes que cuidan los bosques, tal vez vino alguno y lo puso ahí, pero… ¿con qué finalidad, para qué?”.
Por curiosidad, y guiado por la perseverancia que lo caracterizó siempre, volvió a tomar la sierra y empezó de nuevo, más decidido que nunca.
“Cuando termine, me quedaré vigilando toda la noche, por si el gigante… o lo que sea, decide volver, debo de saber lo que pasó, si no, terminaré pensando que me he vuelto totalmente loco”.
Llegado el atardecer, el leñador terminó su trabajo, el árbol yacía ahí tirado sobre el prado y los arbustos, sin moverse un milímetro.
Se sentó en su mecedora y esperó a que anocheciera sin despegar la visa de ahí, sin embargo, fue tanto su trabajo del día que el sueño lo venció y los ojos se le cerraron.
Soñaba sentado en su mecedora, haciendo todo tipo de expresiones, que las ramas del gigantesco pino se empezaban a mover, y que en la corteza se abrían dos oscuros huecos, que eran los ojos del colosal vegetal.
El árbol se levantaba, y haciendo uso de sus ramas para arrastrarse, se acomodaba con grandes esfuerzos sobre la parte del tronco que lo fijaba al suelo, al hacerlo, empezaba a sudar trementina, para sellar su herida…
Luego, con tremenda fuerza, arrancaba sus raíces del suelo y, moviéndolas como tentáculos, caminaba hacia la cabaña y la aplastaba de un pisotón.
Cuando abrió los ojos ya había amanecido, y frente a él, nuevamente se erguía el árbol, ya algo maltratado por las caídas, pero, como la vez anterior, vertical y firme, apuntando hacia el cielo.
Lleno de furia, el leñador como un loco, corrió hacia el árbol y jadeando, empezó a serruchar el tronco una vez más, desde la misma base, gritando a toda garganta, -¡tienes que caer, tienes que caer!
Terminó ya casi cuando empezaba a pardear, y justo al finalizar, se fue a la cocina y se preparó una gigantesca jarra de café, bastante cargado, estaba decidido a no dormirse nuevamente…
Así, escondido en el borde de la ventana, esperó toda la noche para ver qué sucedía, con una mezcla de coraje y de miedo, pues cualquier cosa podría pasar.
De ente la maleza se empezó a escuchar un rumor vago que se multiplicaba por todos lados, el ruido, y el movimiento de hojas estaba por doquier.
De la incertidumbre pasó al nerviosismo, de ahí al miedo y luego, al terror.
“¡Dios mío, no es sólo el árbol, son todas las plantas las que cobran vida por la noche… ¿cuántos árboles pude haber derribado para construir la cabaña? Seguro vendrán por mi y me destruirán, estoy rodeado, no tengo escapatoria”.
Arbustos, árboles pequeños y todo tipo de plantas que rodeaban la cabaña se agitaban en la oscuridad, el leñador estaba al borde de romper a gritos, cuando de entre la maleza, surgieron cientos de animales, mapaches, ardillas, conejos y hasta un oso, que se dirigían al árbol.
De las ramas de los árboles adyacentes surgieron nubes de aves y murciélagos, que se fueron a posar en las ramas del árbol caído.
Las ardillas llevaban en sus mejillas bolas de resina que los castores desparramaron con sus colas en la base serruchada del árbol…
Al mismo tiempo, miles de aves se posaron en las ramas y agitando sus alas empezaron a levantar, en una imagen que parecía un milagro, el grueso tronco hasta dejarlo suspendido en el aire en posición vertical, luego el oso, de un gran abrazo se encargó de acomodarlo justo sobre la base, y el resto de las criaturas le ayudaron, de manera que los bordes coincidieran perfectamente con los de la base antes de que las avecillas lo bajaran lenta y suavemente.
Terminado el trabajo, todas las criaturas se agruparon frente a una familia de ardillas de esponjada cola, que parecían darles las gracias.
El leñador, inmóvil y atónito desde su ventana, no daba aún crédito a lo que veía…
Cuando el grupo de ardillas conformada por una pareja y tres crías volvieron a subir al árbol y se metieron en uno de los agujeros que él había soñado como terroríficos ojos, despertó del trance en el que había caído, oscilando entre la cordura y la locura total.
Pero, era cierto, tan cierto como que el árbol seguía en su sitio aunque ya casi sin hojas, pero apuntando sus ramas hacia las nubes.
El árbol era la casa de esas ardillas, y para que ellas la conservaran, él debía de renunciar a ese sueño de contemplar sus amados atardeceres desde su ventana…
“¡No, no lo haré!”,- se dijo decidido, “nunca me he rendido, y esta vez tampoco lo haré”. Así que, más decidido que nunca, se dirigió hasta su caja de herramientas y tomó la gigantesca sierra, caminó con pasos firmes, pero no hacia el árbol, sino hasta su ventana y, justo al lado de ésta, empezó a cortar otro cuadro exactamente del mismo tamaño, de manera que ahora, en vez de tener una ventana, tendría dos.
No terminó hasta el amanecer, y luego se durmió toda la tarde, pues el agotamiento había sido demasiado.
Ya cuando el cielo comenzaba a tornarse dorado, despertó, y aún medio modorro y medio cansado, se fue y se sentó en su mecedora, frente a sus dos ventanas.
A través de una de ellas ahora podía contemplar el maravilloso atardecer de oro y cobre, y sentir el leve calor que la luz del astro rey produce en su piel, y por la otra, podía saludar y darle las buenas tardes a los que ahora se habían convertido en sus cordiales vecinos, el señor y la señora ardilla y sus hijos, las traviesas ardillitas.
FIN
Foto: tomada una mañana de bruma, en el parque de la colonia.