jueves, 27 de enero de 2011

MR. CHOCO Y SU CASCABEL

Cuento infantil



Por Elizandro Arenas

“Ssssss”, se escuchaba un ruido entre las hojas secas y la maleza que rodeaba la blanca casita en la cima de la montaña, mientras el viejo búho con su “woo, woo”, daba aviso de que algo fuera de lo común pasaba en la llanura.
Mientras la luz de la luna llena pintaba todo de gris y plata, Mr. Choco se deslizaba sigilosamente entre las plantas del jardín que rodeaban la morada de madera y techo de tejas.
Coreado por el constante “gric gric” de los grillos, el misterioso crujir del suelo, ante el paso del visitante nocturno, se acercaba cada vez más en busca de su objetivo.
“Grsh grsh grsh”… el sonido de las bolsas de basura habían llamado la atención del búho, en las que ahora escudriñaba Mr. Choco, una serpiente buena y tranquila, respetuosa de las reglas de la naturaleza, que se la pasaba cazando ratones y toda presa que estuviera dentro del menú habitual.
Pero había algo ahí que lo apasionaba… ¿qué podría haber en las bolsas que llamara su atención, como para acercarse tanto, al grado de arriesgarse a ser apachurrado a pedradas por los habitantes de tan encantadora casita?
¿Restos de frutas?, no.
¿Insectos?, no.
¿alguno que otro gusanillo?, tampoco.
Lo que más le apasionaba en la vida a Mr. Choco, lo que lo volvía loco, y lo hacía delirar hasta casi volar cuando lo probaba era, precisamente, el chocolate.
“Tssss, tssss”, hacía su lengua bífida al sacarla, para percibir con ésta los olores de tan rica golosina, cuyos restos de seguro habían quedado en alguno que otro papelito metálico que antes había servido como envoltura, al encontrarlo, no dudaba en lamerlo una y otra vez, hasta dejarlo completamente limpio “¡yomi yomi!”, ¡qué sabroso era el chocolate..
Había encontrado un papelito muy brillante, con pedacitos que tenían un sabor verdaderamente especial, era más amargo, pero más cremoso y mantequilloso, incluso encontró unos restos de almendras que le daban un sabor ¡ex-qui-si-to!, porque, de tanto probar y probar, ya se había vuelto todo un conocedor.
En eso estaba, totalmente extasiado, disfrutando enormemente cada bocado, cuando se dio cuenta de que entre la oscuridad surgía una sombra que se aproximaba a la puerta de la casa.
Como solía hacerlo, se quedó quietecito, quietecito, escuchando el crujir de los escaloncitos de madera “ñiiik ñiiik”, que daban al pórtico y que protestaban ante el peso del misterioso sujeto.
Una canasta con una nota, fue lo que dejó frente a la puerta, luego, sin tocar, bajó las escaleras despacio y se retiró a toda prisa, desapareciendo entre los arbustos.
Mr. Choco alzó la cabeza y sacó dos veces la lengua “tsss, tsss” para tratar de adivinar de qué se trataba, pues, como dije antes, gracias a esto podía oler lo que fuera a kilómetros.
El aroma era de leche, y una escencia deliciosa, imposible de describir, así, poco a poco, con mucho cuidado y de la manera más silenciosa posible, se acercó a la canasta y se deslizó por su bejuco tejido, para ver lo que había adentro.
Era un bebé, rosado y regordete, que, despierto, movía los pies y las manitas entre las sabanas, cuando vio la afilada cabeza de la serpiente asomándose por el borde de la canasta, empezó a llorar quedito.
El llanto se hizo cada vez más y más fuerte, hasta que se convirtió en un verdadero berrido, “¡buaaaaaa, buaaaaaa!”, clamaba el pequeñito, que se sentía solo y con frío.
Fueron tan fuertes sus gritos que alcanzaron a ser escuchados por un mapache que andaba por ahí, al que también le gustaba visitar el bote de basura de los lugareños.
El pequeño mamífero de antifaz se acercó cauteloso a ver lo que pasaba, y al contemplar la escena quedó asombrado, luego haciendo su típico sonido “caurrrrrr”, le habló a su amigo.
-Mr. Choco, ¿qué haces con ese bebé?
Preguntó.
-Pasaba por aquí… y simplemente lo vi-, dijo la serpiente, todavía limpiándose los restos de chocolate de su boca sin labios.
-¿Qué haremos?, no para de llorar, será mejor que intentemos algo- dijo Mr. Choco, enredado en el asa del canasto.
Fue sin que éste se diera cuenta que el pequeñito agarró su cola y empezó a agitarla de un lado a otro “chiki chiki chiki”, se escuchó al agitarse su cascabel, y eso bastó para que la criatura soltara una carcajada y se olvidara de su llanto.
Cuando los dos vieron que se callaba, la serpiente volvió a agitar su cascabel con singular alegría, eso hizo que una vez más el pequeñito esbozara una gran sonrisa, y luego una risotada.
-¡Mira, le gusta tu cascabel!
-Sí, parece que le agrada!
-Agítalo más ¿quieres?- le dijo el mapache.
-¡Mira, cómo se ríe!- dijo la serpiente con una sonrisa aún más grande.
-Aveeeer, qué liiindo bebiiiito, acú acú acú-, decía el mapache.
-Bueno-, añadió, -Este niño no se puede quedar aquí, los dueños de la casa salieron desde hace varios días y no han regresado, esta criatura se va a morir de frío y hambre.
-¿Qué tal si lo llevamos a la otra casa de humanos, la amarilla de adobe que está cerca de aquí?
-¿Cerca?, está tan lejos que llegaremos casi al amanecer.
-Mira yo me enredo en el asa de la canasta y agito mi cascabel, mientras tú empujas el canasto.
Al mapache no le pareció una buena idea, pero como no se le ocurría otra mejor, aceptó, así, entre los dos, fueron arrastrando lentamente la canasta hasta llegar a la vivienda más cercana, la dejaron en la puerta, tocaron la campana “clink, clink” y se apresuraron a esconderse.
Ambos estaban rendidos, había sido mucho el esfuerzo, y, apenas estaban tomando aliento bajo los arbustos más próximos, cuando el bebé rompió en llantos nuevamente.
“Chreeeeeee”, se escuchó el rechinar de las bisagras de la puerta, mientras el sol se asomaba por la colina avisando que iniciaba un nuevo día.
Una mujer regordeta y bonachona salió, se inclinó ante la canasta y puso cara de estar maravillada, tomó al niño entre sus brazos y desapareció tras la puerta.
-Bueno-, dijo el mapache, -creo que nuestro trabajo ha terminado… vámonos.
“Ki ki ri kiiiii” un gallo a lo lejos anunciaba el nuevo día, y así, con los primeros tonos rojizos del amanecer, los dos animalitos emprendieron el viaje de regreso a casa.
Varios días anduvo inquieto Mr. Choco, pues quería saber qué había sido del bebé al que habían encontrado, así que, tras pensarlo un par de días, decidió ir a visitarlo. “No me acercaré mucho”, se decía, sólo trataré de verlo por la ventana, para ver que todo esté bien.
Sin decirle nada a nadie, se alejó de la colina en la que habitaba con la primera luz del día y tomó el sendero rumbo a la casita en la que habían dejado al pequeño.
Todo parecía tranquilo desde lejos, “fuuuuuuu” soplaba una leve brisa que agitaba los arbustos, el niño estaba dentro de la casita, podía percibir su aroma, sin embargo, conforme se fue acercando, se dio cuenta de que no todo estaba tan bien, el bebé lloraba, y lloraba mucho, y al parecer, no había nadie que lo consolara…
“Guaaaaaa guaaaaa”, se escuchaba al pequeño desde la ventana de la parte de atrás de la vivienda.
Muy alarmado Mr. Choco trepó como pudo, se metió en la habitación y subió hasta el borde de una cuna que parecía nueva, desde donde venía el llanto.
Ahí estaba el hermoso bebecito, con los cachetes y los ojos colorados de tanto llorar, cuando escuchó que la serpiente empezó a agitar su colita, haciendo el ruidito que tanto le gustaba, dejó de llorar al tiempo que le dedicaba una tierna sonrisa.
Así estaba Mr. Choco, feliz con su tarea de contentar bebés, cuando de pronto se abrió la puerta de la habitación.
-¡Henryyyyyy!- los buenos esposos siempre se llaman Henry, -¡una víbora de cascabel se metió al cuarto del bebé, auxilioooo!-, gritaba la Doña Nieves desde la puerta.
Henry, también regordete, con camisa a cuadros y algunos cabellos blancos en la nuca y sienes bien peinados, apareció de pronto con una escoba en la mano, y la lanzó sobre Mr. Choco, quien apenas logró esquivar el golpe.
“Bam, bam, bam” uno, otro, y otro escobazo golpeaba en el suelo, cada vez más cerca de la cabeza de la serpiente, que como podía se escabullía por los rincones de la habitación esquivando los golpes, serpenteando de un lado a otro, al mismo tiempo que la asustada dueña de la casa corría y tomaba al bebé entre sus brazos.
¡Uf!, apenas si pudo escurrir su largo cuerpo por el claro que quedaba entre la puerta de la cocina y el piso.
Como un resorte, a toda marcha, se escabullo entre la hierba, sin siquiera voltear hacia atrás.
Detrás de un árbol, escondido, y a salvo, Mr. Choco pudo ver cómo el bebé se contentaba cuando la señora le daba una botella con leche, y tranquilo se dormía en sus brazos, mientras Henry aún se asomaba por la puerta, buscándolo con cara de enojo, y con la escoba en posición de ataque.
Contento, porque se dio cuenta de que el pequeñito estaba en buenas manos, y triste porque ya no lo podría contentar más con el sonido de su cola, regresó a su hogar, que estaba bajo unas piedras al pie de la colina.
Cuando entró visiblemente triste, su esposa, Mrs. Choco, lo recibió con una gran sorpresa había cascarones de huevo por todos lados, pues ese día habían nacido 30 larguiruchas crías, un grupo enorme de pequeñas serpientes que no dejaban de llorar, todas al mismo tiempo “cuñaaa, cuñaaa cuñaaa”.
Todo el afecto que sintió por aquel bebé, se convirtió en amor, y se multiplicó por 30, y aunque algunas personas dicen que los cocodrilos lloran, en esta ocasión fue Mr. Choco, quien dejó escapar un par de lagrimillas de emoción.
Así que el feliz padre, sin pensarlo dos veces, levantó su cola y empezó a agitarla con maestría y alegría, para dar así felicidad a sus hijos, con su gran habilidad recién descubierta, los bebés serpiente dejaron de llorar, y al ver de quién se trataba, exclamaron al unísono: ¡papá!


FIN


Foto: mi bella Natalia, unos días después de nacer.